viernes, 18 de diciembre de 2020

silbido sobre silbido

No se puede contar. Pero, como no pudiste venir, te lo intentaré contar. Te diré cosas. Las cosas que puedo decir. Las cosas que sé decir. No sé decir, por ejemplo, nada de la música. De la música no diré nada y sin embargo la música es mucho de lo que fue. Tendrás que poner la tuya. La que imagines. 

No sé, además, si lo que recuerdo de veras lo recuerdo o si me lo invento. 

Es en una sala que lo mismo podría ser un aula o un salón. Antes, creo recordar, era el bar del teatro. Ahora ya no hay bar. Hay unas sillas para nosotros, espectadores, y hay una tarima negra muy baja, tan baja que casi podría ser el suelo y sin embargo no es el suelo. Por esos centímetros de altura y por ese color negro se vuelve escenario. Nosotros, antes de sentarnos en las sillas, podríamos andar por la sala pero no pisaríamos la tarima negra, porque ahí es donde pasan cosas, porque las cosas pasan porque la tarima está ahí. 

Es una sala de paredes blancas cuyas ventanas dan a la calle. Las contraventanas están entornadas, casi cerradas. Sobre la tarima negra hay una mesa con un aparato cuadrado, grande lo justo como para poder poner las dos manos encima, un micrófono sobre pie conectado al aparato y dos lámparas. 

Se apagan las luces. Nos quedamos casi a oscuras. Se abre una puerta, que ya estaba entreabierta, en el costado de la sala, justo donde yo estoy, y Silbatriz asoma. Entra en la sala pero al poco se asoma de nuevo hacia esa otra sala que no vemos y desde la que ha venido. Silbatriz ha venido pero podría irse. Va a haber algo así todo el rato, ha venido pero puede irse, silba pero podría callarse. Todo está siempre a punto de no ser y por eso mismo parece que es con más intensidad. 

Silbatriz, finalmente, entra. Cruza la sala hacia el lado de las ventanas. Va con un vestido negro que le llega a la rodilla. Un vestido más o menos pegado al cuerpo. Y zapatos de tacón. Todavía no los veo bien, la sala está oscura, pero luego me parecerá que los zapatos son negros y blancos, como de cebra. 

No sé si es que no acostumbra a usar esos zapatos o si es que lo está actuando, pero hay algo que podría romperse en su manera de caminar. Quizás sea, ahora lo pienso, que no quiera hacer demasiado ruido. Que tenga cuidado con no hacer demasiado ruido. Se pone unos zapatos cuyos tacones hacen ruido para intentar no hacer ruido con ellos. De pronto me parece que el teatro podría ser eso, ponerse unos zapatos que hacen ruido para, ante todos, intentar hacer con ellos el menor ruido posible. Más que teatro es equilibrismo. Si se trata de llegar de un punto a otro no hay razón para hacerlo sobre la cuerda floja pero si se trata de sentir cada paso de un punto a otro no hay nada como hacerlo sobre la cuerda floja. 

Silbatriz pasa, creo recordar, por la tarima. La tarima hace ruido y con ese ruido oímos aún más el silencio. 

Silbatriz llega hasta la ventana que está cerca de la tarima y abre las contraventanas. Entra la luz de la farola que hay en la calle. Esa farola parece de pronto un lujo de Hollywood. La ciudad misma se hace cómplice del espectáculo. La ciudad, fuera de la sala, es parte del escenario. Sabemos, además, que si Silbatriz vuelve a hacer este espectáculo en otro lugar esa farola no estará y sin embargo se inventará otra cosa. Es una alegría ser de aquellos que ven cómo usa esta farola y al mismo tiempo da un poco de envidia pensar en aquellos que la verán inventar otra cosa. Se adivina que este es un espectáculo al que habría que venir todos los días porque siempre habrá algo diferente. 

A la luz de la farola, Silbatriz, por fin, silba. De la música, ya lo dije, nada te puedo decir. Parece que silba con esfuerzo. Parece la imagen que tenemos de un saxofonista de jazz solo con su solo, doblándose sobre sí mismo, retorciéndose. No sabemos si el esfuerzo es real o es actuado. Si es actuado, todo parece aún más difícil: silbar tan bien y al mismo tiempo actuar el esfuerzo de silbar. Si es aún más difícil siendo actuado, entonces debe de ser actuado. Ante la duda, lo más difícil. En cualquier caso, nos recuerda que el silbido, esa cosa que si la oímos parece tan sin cuerpo, parece cosa de fantasmas, es algo que hace un cuerpo, es un esfuerzo de un cuerpo que respira. Es un equilibrismo y el equilibrismo sólo tiene emoción si lo hace un cuerpo que pesa. El silbido tiene su emoción, al menos esta noche, porque lo hace un cuerpo que respira, que además de silbar tiene que respirar, tiene que vivir. 

Cuando ha terminado de silbar a la luz de la farola, Silbatriz se acerca a la mesa, sus tacones sonando con precaución sobre la tarima, y enciende una de las lámparas, o quizás las dos. A partir de aquí me cuesta recordar el orden de las cosas y no es que eso sea malo, es que a partir de aquí es como si ya hubiésemos saltado al mar y estuviésemos nadando y no recordásemos bien el orden de las cosas. A partir de aquí estamos ya en el silbido y en el silencio, que es como estar en el mar de noche. El silbido es el flotador. El silbido es lo que hace que no nos hundamos en el silencio y en la oscuridad. 

Silbatriz se sienta y, silbando, empieza a manejar el aparato cuadrado que hay sobre la mesa. Ahora entendemos lo que es. Es uno de esos aparatos que permiten hacer bucles de sonido. Uno de esos aparatos que usan los músicos solitarios para volverse banda, grabando primero una guitarra, luego, por ejemplo, una batería, y luego cantando por encima de eso. 

Silbatriz graba su silbido y lo pone en bucle. Sobre ese silbido, vuelve a silbar. Ya son dos los cuerpos que silban y sin embargo los dos cuerpos son Silbatriz. Son la Silbatriz del pasado reciente, apenas unas decenas de segundos, y la Silbatriz de ahora, la Silbatriz del presente que se vuelve ya pasado porque puede a su vez volverse bucle sobre el que una nueva Silbatriz, la Silbatriz del futuro inmediato, silbe a su vez su presente. 

No recuerdo, en realidad, cuantas capas de su propio silbido llega a grabar Silbatriz. 

Recuerdo que detiene el bucle. Recuerdo el gesto de su mano sobre el aparato. Un gesto que, me parece, requiere un poco de fuerza, porque quizás este aparato fue pensado para apretar con el pie y no con la mano. Juraría que yo este aparato cuando se lo he visto usar a músicos lo hacían con el pie, no con la mano. En cualquier caso, esa sensación de esfuerzo a mí me dice una vez más que todo esto lo hace un cuerpo. Un cuerpo que silba. 

Recuerdo que vuelve a empezar varias veces este silbar y este crear bucles. Una de las veces empieza por grabar no un silbido sino una respiración. Una respiración difícil. La actuación de una respiración difícil. Y, luego, sobre eso, silba, hace varias capas de silbido, pero no parece un silbido de música, o al menos no de música humana, sino que poco a poco, capa a capa, va pareciendo un silbido de pájaro, de muchos pájaros, como si esa primera respiración difícil estuviese rodeada de pájaros innumerables, un bosque vivísimo o quizás un gran invernadero de cristal lleno de pájaros y plantas tropicales, un lugar en el que cuesta respirar y en el que la naturaleza se desborda. 

A veces Silbatriz para los bucles pero no sé bien si los ha parado todos, porque sigue sonando un silbido. Entonces me fijo en sus labios, que a veces se ven bien pero a veces están en la oscuridad, y veo que esos labios están silbando, que ha salido silbando de los silbidos grabados, aunque luego dudo, llego a pensar que todavía suena uno de los silbidos grabados y que Silbatriz se hace playback de sí misma, aunque eso también debe de ser difícil, hacer como que silbas pero sin silbar. Quizás eso, el cuerpo que simula silbar un silbido que en realidad silbó antes, en el pasado cercano, sea algo que imagino. Pero es que a estas alturas ya no puedo evitar el imaginar cosas así. 

A veces Silbatriz se levanta y se aleja de la mesa y del aparato. Viene fuera de la tarima, ante nosotros, y silba. Hay un momento, bonito y divertido, bonito porque divertido, que no sé si sabré describir, en el que silba con la cabeza vuelta a la izquierda, un silbido de esos de pájaro, un silbido que parece más palabra que música, y al instante, veloz, gira la cabeza a la derecha, haciendo un silbido diferente, y vuelve a girar la cabeza a la izquierda y vuelve a hacer el primer silbido, y vuelta a la derecha, y así varias veces, y uno siente que es la conversación entre dos personajes que se descubren, quizás dos pájaros, quizás dos criaturas cuyo idioma es el silbido. Quizás podría ser eso, dos criaturas cuyo idioma es el silbido y que no se conocen. En realidad las dos creen ser la única criatura en el mundo cuyo idioma es el silbido y de pronto, en medio del bosque, oyen el silbido del otro y se asombran de descubrir que hay otro ser que también silba, y las idas y vueltas de la cabeza, los silbidos de uno y otro personaje, son el comprobar una y otra vez que el otro también silba, que el encuentro inesperado ha tenido lugar, que no están solos en el mundo. 

Por la manera de mover la cabeza de Silbatriz en ese momento, una manera no del todo humana (pero es que durante todo este tiempo Silbatriz parece muy humana y al mismo tiempo no del todo humana, como si para parecer muy humana hubiese que deslizar la sospecha de otra cosa, de algo no humano), una manera un poco pájaro, recordé una película de los ochenta, una película en la que un extraterrestre que es como una bola de luz llega a la tierra y toma forma humana, toma la forma de un hombre muerto recientemente (y al poco conoce a la viuda), pero no por tener cuerpo humano es ya humano, sigue siendo un extraterrestre aprendiendo a ser humano. Para lograr eso el actor tuvo la idea genial (creo que fue idea suya) de observar los movimientos de los pájaros para aprender a mover el cuello y la cabeza como ellos, y así consiguió crear esa cosa con cuerpo humano pero que no es humana y que es al mismo tiempo inquietante y entrañable. Así que para mí Silbatriz, en ese momento, no sólo se me volvió un poco pájaro sino que se me volvió un poco extraterrestre.

Sé que luego pasaron más cosas, cosas que fueron sólo cosas silbadas y cosas del cuerpo y cosas de la luz, porque no había nada más, pero como ya han pasado más de veinticuatro horas desde entonces algunas cosas no las recuerdo bien, quizás si hubieses venido y las hubiésemos podido hablar, si hubiésemos podido rehacer el espectáculo una segunda vez hablándolo, mezclando visiones y memorias, ahora lo recordaría mejor, pero sólo tengo mi visión y mi memoria y esto es lo que conseguí fijar para poder contártelo y para poder contármelo a mí mismo. 

Fue un tiempo intenso, un tiempo atento, un tiempo dedicado a estar atento. Fue, también, un tiempo dedicado a admirar. Un cuerpo en un escenario, cuando consigue recordarnos lo asombroso que es que sea eso, un cuerpo, recortado en el tiempo y en el escenario, cuando consigue recordarnos lo terrestre y un poco extraterrestre que es, es como si fuese el teatro sin nada más que él mismo, un poco de tiempo en un lugar de la ciudad, un poco de tiempo durante el cual todo fue silencio y silbido y una palabra era algo inimaginable. Y eso, al mismo tiempo, le debería de dar a las palabras otro peso, las palabras de después del mundo sin palabras. 

(Implicaciones de un cuerpo que silba, Silbatriz Pons)

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