martes, 24 de noviembre de 2020

¡Ya beberás luego!


Es de no creer todo lo que puede entrar en una secuencia. Cuando vi la película casi ni me di cuenta del hilo del vaso de agua que el personaje nunca llega a beber, de tantas cosas más que había por ver, por oír y por comprender, con el trabajo ya asombroso del ciclista yendo de cine en cine con las latas para poder proyectar la misma película al mismo tiempo en tres salas diferentes derivando hacia el asombro no menor de que trabaje además dando su sangre al hijo enfermo de la jefa. En esta película todo es así, apenas surge una idea asombrosa viene a tomarle el relevo otra nueva que llega corriendo, todo a la carrera, como el personaje con su bicicleta. Y, mientras pasan todas esas cosas, todos esos trabajos, todas esas maneras de ganar o de perder el dinero, el personaje se queda siempre con su sed, que aquí es sed de un vaso de agua pero que en el conjunto de la película es sobre todo sed de amor, de quererse él y una chica increíble, una chica que parece hecha de pólvora, dispuesta siempre a estallar. Ellos quieren quererse en un mundo que no es sólo que sea pobre, es que por esa pobreza misma es agobiante, está lleno de urgencias, de cosas que hay que hacer antes de tener derecho a amarse o a beber un vaso de agua, como si siempre hubiese tiempo para amarse o para beber más tarde, cuando bien es sabido que sin beber no se puede ni vivir ni hacer ninguna de esas cosas que, se supone, son más importantes que el beber. Y como siempre vuelve a empezar la necesidad del beber y siempre vuelven a surgir los obstáculos, la película es un constante volver a empezar. Una y otra vez hay secuencias que parece que van a ser el comienzo de algo, el comienzo de una solución, de una manera de ganar dinero con seguridad, y una y otra vez esos comienzos se quedan en nada, desbaratados por los demás o por uno mismo. Es una película, y una vida, que podría casi verse con las bobinas cambiadas, primero la segunda, luego la cuarta, luego la tercera, luego la primera, porque a cada rato la película empieza y termina y lo agobiante de la vida que cuenta es, además de los gritos constantes, eso, el tener que estar siempre empezando, el no tener ninguna seguridad de que un paso lleve a otro y este lleve a otro, y hay algo terrible en correr tanto para estar siempre en el punto de partida, algo terrible y cómico, o que empieza siendo cómico y poco a poco se va volviendo terrible sin que de veras cambie el tono. La película y los personajes sólo pueden terminar cuando se les acabe el aliento, y el chico y la chica de esta película tienen mucho aliento, son capaces de esprintar una y otra vez sin descanso, por mucho que la meta esté siempre igual de lejos, y al final no es tanto que lleguen como que se detienen, se desbordan, se salen, aunque quizás sólo sea por un momento, de esa carrera cuya meta siempre está en el futuro, niegan esa promesa por venir, exigen beberse el vaso de agua ahora y que al fin les suceda algo que no pueda verse en cualquier momento de la proyección, que al fin les suceda algo que marque un antes y un después, algo que de veras empiece y ya no tenga vuelta a atrás. 
(Due soldi di speranza, Renato Castellani)

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