Me cuesta escribir. Hace ya un tiempo. Un mes o dos. No sé qué pasa, o qué ha pasado, o qué está por pasar. Aún así esta noche quiero forzar. Quiero escribir sobre Tommaso. Aunque lo que escriba no tenga ni principio ni fin. Aunque no tenga sentido. Y quizás es de eso de lo que quieroescribir. De no tener principio ni fin. De no tener sentido. Es una película de la que se podría decir que en cada secuencia está empezando. O que en cada secuencia está terminando. Muchas de las secuencias podrían ser un final. Pero no pueden serlo porque serían finales demasiado perfectos. Serían finales con sentido. Con un único sentido. Y eso no puede ser. No pueden todos esos principios y finales acabar en un sentido único. No puede haber una última palabra. O sólo puede haber la que finalmente hay: "basta". La película no se termina, la película se para. De pronto, la película deja de seguir. Deja de seguir empezando y de seguir terminando. Simplemente se deja de hacer. Deja de haber imágenes. Deja de haber escenas. Se escapa al sentido. O lo intenta. Con todas sus fuerzas. En la película todo rima y todo tiene su reverso. Hay escenas en Alcohólicos Anónimos que son historias de curas empezadas y no terminadas. Historias de lo que vuelve a empezar. De la calma nunca del todo recobrada. De la calma que a cada rato puede perderse y que tiene que ser ganada o conservada. Como esas historias, también vuelven a empezar las disputas en la pareja. También vuelve a empezar la ira. Parece que lo que se dice del alcohol puede servir para entender lo que sucede con la ira. También parece que lo que hacen unos estudiantes de interpretación en clase sea un espejo de lo que hacen los alcohólicos anónimos en sus reuniones. Un trayecto en metro que no vemos rima con otro trayecto en metro que sí vemos. Una bombilla que parece no funcionar, hasta que se descubre que en realidad es la lámpara la que no funciona, está a punto de volverse metáfora y espejo de todos los problemas mal enfocados, de todos los momentos en los que la rabia o la bronca o el malestar se cierran en un sentido, en un fragmento de historia o de psicología, para evitar ir más a la raíz del problema, parándose en la bombilla para evitar ir a la lámpara. Pero la metáfora no dura. Si la metáfora funcionase, si la metáfora se acabase de cerrar, entonces tendríamos un sentido. Y hay que desconfiar del sentido. El sentido no está tan lejos de la ira. Las broncas parecen ser momentos en los que se detiene el sentido, en los que aquello que simplemente sucede (una mujer y su hija comiendo, un café y dos personas yéndose) son reducidas a un sentido que se pretende revelador. Convertir en historia lo que no lo es lleva a la bronca. Convertir las cosas en historia, poder hacer de los demás una historia que puede ser explicada, es hacerlos desaparecer. Hay un momento en el que se cuenta, como imagen, como metáfora, que no podemos ver el mundo como es porque, por ejemplo, puede suceder que sólo nos parezcan bellas las cosas moradas y que todo lo veamos en función de eso, de nuestra amor por las cosas moradas, hasta no ver las cosas más que moradas o no moradas. Que la película empiece una y otra vez, que la película evite terminar cada una de las veces que podría terminar, es como una huida lejos del color único, una manera de evitar que la libertad de la película se vuelva monocroma. Y eso da también una libertad. Como si todo lo que necesitase una situación o una escena para ser parte de la película es que en otro momento otra escena rime con ella y que otra escena la contradiga. Como una regla del juego. O como una disciplina de aquel que no quiere volver ni a las drogas, ni al alcohol, ni a la ira, ni al sentido. La rima y la contradicción son la disciplina de la película. Son su yoga. Son su respiración. Son aquello que le permite simplemente ser. Ser escenas. Porque al fin y al cabo hacer cine, a veces, no es más que eso, filmar, hacer escenas, hacer que las escenas sean libres e iguales. Y, al cabo, parar. Para poder volver a empezar.
(Tommaso, Abel Ferrara)
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