Hacía películas Naomi Kawase que eran como tocar y volver a tocar el mundo, a veces hacía planos así, aquí no, su propia mano tocando el rostro de su abuela o su tía abuela, no sé muy bien, la mujer con la que creció, tocando su rostro, tocando lo que ella toca.
No solo mirar, no solo tocar, mirarse tocar, que los ojos confirmen la mano, que la mano confirme los ojos, que la cámara confirme que ese momento fue real.
Filmar para ver de otra manera, para estar seguro de ver, de haber visto, y no basta con haber filmado, no, hace falta otra cosa, la forma, la idea del plano, el retrovisor, el fuego, pasar tras la planta, alejarse, las fotos de la presencia y de la ausencia, la locura de saltar por encima.
No basta con haber visto, con haber filmado, no basta con eso para estar seguro de que aquello, aquel instante, aquella mirada, aquel amor, fue real, hay que volver a ello, hay que montar, un plano aquí, otro allí, no todas las fotos duran lo mismo, hay ritmos, un árbol que quizás nunca estuvo allí, entre la abuela que muestra el cielo y la abuela que vuelve a mostrar el cielo, y está el sonido, el contestador, estar seguro de haber sido llamada, de haber sido buscada, y esa mano que golpea la tierra en las macetas, que la mano vuelva a vivir en el sonido de mentira, tap, tap...
Jo, Naomi Kawase, era un cosa muy fuerte ¿no? una cosa diferente, como muy desnuda, muy íntima, alguien que necesitaba el cine desesperadamente, para estar segura de que existía, para estar segura de que tocaba, veía, amaba, vivía, y ver sus películas era también una cosa muy rara que daba ganas de tocar y de mirar, de tocar mirando, de preguntarle a los ojos si lo que las manos tocaban era real, de preguntarle a las manos si lo que los ojos veían era real, de preguntarle a lo tocado y a lo visto si las manos y los ojos que tocaban eran, también ellos, reales. Y tanta duda, claro, no podía durar.
(Ten, mitake, Naomi Kawase)
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