sábado, 9 de febrero de 2013

Notas sobre Tabú












intrépido explorador



En el prólogo del film vemos a un explorador vagando por algún lugar de África. ¿Es un sueño? ¿Una ficción dentro de la ficción? Una voz en off nos dirá enseguida el verdadero motivo de su viaje: Olvidar a una mujer, olvidar un gran amor. Este prólogo anuncia lo que será la película: una historia de amor trágico que transcurre en África durante la era colonial contada bajo un aparatoso dispositivo en dos partes, Paraíso perdido (primera parte: ambientada en la Lisboa actual) y Paraíso (segunda parte: ambientada en África ) más el citado prólogo.


paraíso perdido                                                                                                                                                

El verdadero paraíso perdido es, en realidad, el de la segunda parte, perdido porque evocado por la voz en off, irreal, mítico. Es en esta parte donde se encuentran algunos de los momentos más logrados de la película, como cuando el protagonista cuenta cómo y por qué llegó a parar a ese lugar mientras las imágenes nos muestran a los dos amigos corriendo o en coche, en movimiento. Es un acierto que la película esté contada desde el punto de vista de los colonos, ese mundo egoísta y caduco como decía un poema de Jaime Gil de Biedma, burgués, cerrado, ciego ante los acontecimientos inminentes (independencia del país, revolución) pero también aventureros y románticos. Es un acierto que no los juzgue. Pues a fin de cuentas la película no trata de colonización ni de soledad sino de una historia de pasión, de amistad y de amor, durante los años de juventud, que son universales.


Hay en esta parte momentos de gran fluidez narrativa, de energía y de humor, como cuando cuenta que su amigo quería ser profesor en Portugal pero que lo rechazaron porque sus mapas no se correspondían a la realidad. O toda la parte que narra las aventuras del grupo de música formado por su amigo y él. Energía y humor. Ahora bien, ¿era necesario contar toda la primera parte, tan expresamente deprimente y banal, para luego contarnos este bello fragmento de aventuras en África durante la era colonial? ¿Eran necesarios el prólogo, el blanco y negro? ¿Era necesario, por ejemplo, insistir tanto en el cocodrilo, que aparece en el prólogo, que se menciona en la primera parte, que es fundamental en la segunda y que es, además, el último plano (la guinda) de la película?
 
¿Era necesario que la protagonista de la primera parte fuera de entrada tan deprimente? El cineasta parece no darle ninguna oportunidad. No sabemos por qué ella es así. Es así porque nos lo dice y punto, pero no lo vemos en la historia ni a través de la puesta en escena. Por no hablar de su único amigo, el pintor fracasado, que parece sacado de La vida de bohemia, pero sin el menor atisbo de comprensión y de ternura hacia él por parte del cineasta.

La sensación final es que el conjunto resulta demasiado aparatoso, demasiado artificial para lo que la película realmente es. Y no basta con que una canción (muy buena por otra parte, muy bien elegida) una las dos partes, las dos historias. Queremos pedir más, queremos pedirle al director que trabaje, que piense más. ¿Qué ha quedado de aquella manera de contar por bloques que tenía Cimino, aquellos círculos concéntricos cada vez más amplios de los que hablaba Daney que se extendían en el tiempo y en el espacio y en los que los hilos entre lo cercano y lo lejano se tejían ante nuestros ojos, en los que el mundo entero comunicaba consigo mismo? O pedirle que se deje llevar libremente por la ficción y lleve la voz en off hasta sus últimas consecuencias, como en Historias extraordinarias. O que se centre en una única historia que se despliegue ante nuestros ojos con sencillez y honestidad, sin trampas, como en 4h44 Last day on earth, del gran Ferrara.
 
Porque Miguel Gomes, qué duda cabe, es un virtuoso, talento no le falta (véase la secuencia que sirve de transición entre la primera parte y la segunda: la presentación de la joven dibujando a unos niños negros).  
 
 

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