¿Veis allí al fondo esa sombra? Sí, claro, la veis. Pero, ¿veis al hombre tras la sombra? Así, en pequeño, se le ve menos. Ayer, en pantalla grande, se le veía sin problema. Si os fijáis, a pesar de todo, ¿no veis que está de frente? Y la sombra, ¿no está de tres cuartos? ¿Podría esa sombra ser la del hombre? ¿Qué extraña luz sería esa que puede hacer voltear a la sombra, separarla hasta ese punto del cuerpo que la proyecta?
Poco después, en esa misma secuencia, Bérénice habla en primer plano. Tras ella se adivina, apenas, parte del hombre, y parte de su sombra. La actriz, Anne Alvaro, habla, dice su hermoso texto en verso. En cierto momento, su entonación cambia y, por un momento, dos o tres versos, se vuelve tan extraña que parece salir de otro cuerpo. No salir de un cuerpo ajeno, sino salir de un cuerpo agazapado, animal, oscuro, quizás sin materia, que viviese dentro del cuerpo de la actriz. Pensé, en ese momento, que una voz humana era una cosa asombrosa e inquietante. Me pareció que la voz de la actriz era como un caleidoscopio que de pronto, al quebrarse, deshacía en mil pedazos la imagen del cuerpo. 
Luego, más tarde, al terminar la película, recordando ese momento, pensé que si la imagen del caleidoscopio había venido a mí probablemente fuese porque unas pocas secuencias antes el rostro de Titus había aparecido multiplicado como en un caleidoscopio. Pensé entonces que toda la película jugaba, a veces de manera más escondida, a veces de manera más visible, a ser un caleidoscopio en el cual la realidad de los cuerpos se descomponía: voces por momentos desincronizadas de los cuerpos de los que supuestamente salen, sombras independientes de los cuerpos que las proyectan, aparentes espejos cuya escena reflejada no se corresponde con la escena real. 
Pensé, también, en la escena que mejor recordaba de cuando había visto la película años antes: la hermosa escena en la que Bérénice repite parte de las palabras que Antiochus le va diciendo, de tal manera que algunas de esas palabras parecen dichas por ella, pero no del todo. Ayer, al volver a verla, me pareció por momentos que esas palabras que ella articulaba, casi sincronizada con la voz del hombre, eran como esas palabras que a veces nos dicen y se nos clavan hasta el punto de que, de alguna manera, vuelven a salir de nosotros. O que nos dejan sonados, como un puñetazo que nos desdoblase la realidad. O, quizás, palabras que, al mismo tiempo reales e inconcebibles, inconcebibles hasta el momento preciso en el que fueron dichas y escuchadas, se nos quedan en la mente, como un eco desconcertado, sin que todavía consigamos asimilar la realidad de esas palabras. Para Bérénice, ¿no hay algo inconcebible y al mismo tiempo presentido en la decisión de Titus de alejarla de Roma? Que íntimamente sepamos que algo va a suceder y al mismo tiempo nos parezca imposible, ¿no abre un hueco en la realidad, un hueco en el cual, en cierto modo, las sombras, los reflejos y las voces ya no cuadran con sus cuerpos? 
Pensé todo eso y luego pensé que quizás no, que el efecto de la actriz que por momentos parece sincronizarse con la voz ajena no siempre cuadraba con este sentido que ahora le doy. Quizás ese sea otro desdoblamiento, el de una forma, como quien diría un cuerpo, y un sentido, como quien diría una sombra, que no siempre van a la par, pero que por momentos sí. Y, recordando la película, me pregunto qué es más extraño, los momentos en los que forma y sentido, cuerpo y sombra, se sincronizan, o aquellos en los que se alejan. 
Pero, al mismo tiempo, pensando en todo esto, me parecía que me alejaba de lo que había visto y escuchado en la sala de cine y, si no me importaba alejarme de la imagen para perderme en las sombras del sentido, no quería perder el recuerdo de las voces, esas voces que fluían por los cauces del verso alejandrino, que por momentos hacían oír el ritmo regular de la rima y por momentos hacían olvidarla, como si la frase más pequeña y banal, la más sencilla frase de amor, estuviese escondida allí, viva, en el rigor de los palacios, las columnas y la métrica. Voces que por momentos se endurecían, subían, bajaban, se hacían susurro, con la libertad que da, quizás, el rigor del verso que hay que decir, la línea que hay que seguir pero sobre la cual la voz puede danzar. 
No quería alejarme de eso, de las voces, y al mismo tiempo eso era, precisamente, lo que no se podía retener, lo que  no se podía fijar. Puedo recordar una imagen, puedo también fijarla, capturarla, pero no puedo recordar una entonación, tan solo puede volver a escucharla o, como mucho, jugar en vano a repetírmela. En ese sentido, si el cine es un arte del tiempo y, por lo tanto, de la pérdida, ¿no son más cinematográficas las voces que la imagen? Pero, al mismo tiempo, hay mil cosas en la imagen que también se pierden, mil cosas imposibles de fijar, la imagen, en cierto modo, está llena de entonaciones que no se pueden capturar, que tan solo se pueden volver a ver y volver a perder. 
Y, escribiendo todo esto, me vuelvo a alejar de la película y de ese momento en el cual por la voz de Anne Alvaro, hablándole a Titus y a la sombra de Titus, sin mirar ni al hombre ni a la sombra, parecía pasar otra voz extraña, otra voz como venida de un cuerpo interior, el cuerpo de un eterno dolor y rencor. Una voz que desdibujaba el rostro de la actriz, como un reflejo de pronto perturbado, una piedra lanzada al agua que hiciese aparecer, superpuesto a su rostro, otro rostro. Y recordé otro momento de la película, uno en el que Bérénice está sentada en la hierba con un libro (su libro, su historia, esa que se le repite incesante en la memoria, si pensamos que esta es una película de fantasmas) y en la mitad derecha de la imagen aparecen Antiochus y otro personaje hablando, somo si estuviesen en sobreimpresión, hasta que un chorro de agua viene a desdibujar esa imagen y comprendemos que lo que estábamos viendo era un reflejo o una proyección sobre un cristal, o no sé qué extraña magia artesanal. Y pensé que la voz de la actriz, que todas las voces, eran en realidad como ese chorro de agua que de pronto puede desdibujar un cuerpo, que la voz era el agua del cuerpo, lo líquido que fluye por los cauces del verso, lo líquido que refleja la luz, y cambia, y no se puede fijar, lo líquido que sale del cuerpo y se aleja y tiene su vida propia y ya no volverá. 
(Bérénice, Raúl Ruiz)
 
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