Una mujer, Charlotte, está leyendo un libro de Balzac. El libro, lo sabemos, es la lectura habitual y nocturna de Otto, un gran amigo de Eduard, el marido de Charlotte. Otto, lo sabemos, nos lo han dicho algunas palabras, pero sobre todo sus miradas, ama a Charlotte. Charlotte, pensamos, también ama a Otto, pero sus sentimientos son menos claros. En cualquier caso, al tener ese libro entre las manos, al estar leyéndolo, Charlotte, de algún modo, está mirando a Otto. Luego, Charlotte levanta la vista del libro y mira frente a ella.
La mirada de Charlotte nos lleva a Ottilie. Es la sobrina de Charlotte. Eduard, el marido de Charlotte, se ha enamorado de ella y ella también se ha enamorado de Eduard. A estas alturas, ya todos lo saben. Ottilie está sentada en el suelo, recogida sobre sí misma, y escucha música. La música, claro, ya estaba ahí en el plano anterior, el de Charlotte. La música, como la habitación, es un espacio compartido. Están al mismo tiempo juntas y separadas en la música, juntas y separadas en la casa. Luego, Ottilie se mueve. Coge unos papeles que hay frente a ella y los mira.
Su mirada nos lleva a esos papeles y entonces su mano pasa una página. Leemos el título: Danza de la muerte, de Strindberg. Todavía no lo sabemos pero, en realidad, al mirar ese texto, Ottilie está mirando a Charlotte, que pronto empezará a ensayar esa obra para interpretarla en el teatro. El plano siguiente, de hecho, será ya un ensayo. Cada plano va trayendo al siguiente, como si los planos se diesen la mano en una farandola. En un primer momento, lo que la danza de los planos parecía ir encadenando era a los cuatro personajes entre sí, entrelazándolos con miradas, palabras, escuchas, acciones, caricias y heridas. A estas alturas de la película, sin embargo, ha empezado una sucesión de elipsis que va acumulando giros de guion y de sentimientos. La danza de los planos se convierte en una danza de los tiempos, una inesperada aceleración en la que cada plano puede ser un salto a un tiempo nuevo, a una repentina complicación. Y esa danza nueva está a punto de transformarse, como anuncia el título de Strindberg, de danza del amor en danza de la muerte.
Esta aceleración de la historia, pensé, me recuerda a esos momentos en los que estoy leyendo los últimos capítulos de una novela larga y desbordante, llena de giros, una novela como las de Balzac, como la que Charlotte tiene entre manos. A veces no sé si es la novela la que, al acercarse al desenlace, se va acelerando, o si es mi lectura la que, ávida por saber lo que va a pasar, se acelera, perdiendo un poco la música de las palabras por el ansia de los hechos. No quiero que la historia termine, no quiero dejar ese mundo y esos personajes a los que me he acostumbrado, con los que he pasado horas y horas, pero, al mismo tiempo, me doy una prisa un poco despiadada por conocer su final, por precipitarlos al último acto de su drama o de su felicidad.
Pensé, también, que a veces esas películas que se llenan de giros se me vuelven monótonas y que, otras veces, me encandilan en la primera visión pero, al volver a verlas, siento que se desvanece parte del encanto, que el encanto venía de la incertidumbre un poco folletinesca de lo que va a pasar, un encanto que se perdía al no haber ya incertidumbre. Pensé: ¿me pasará con esta película? ¿O, al contrario, perdida la incertidumbre, me dejaré llevar con más gusto por la música de los planos, de las miradas y de los gestos? ¿Acaso no hay en la película un tiempo para cada sentimiento, una igualdad entre las palabras y los silencios, entre lo que avanza y lo que se detiene, lo visible y lo escondido, que la preservará del desencanto?
Hay, también, algo más que baila con la historia y con los sentimientos: la luz. O, más bien, las luces y las sombras. De eso quería hablar al sentarme a escribir y, sin embargo, acabé dando todo este rodeo. Mirad de nuevo los dos fotogramas de la chica que escucha música. El disco se refleja en la tapa del tocadiscos, que está abierta. Además, la luz, no sé si al reflejarse en el disco, crea otra forma en la pared. Y esa forma, así como el reflejo del disco en la tapa del tocadiscos, aunque no lo podáis ver en estos fotogramas, se mueve, gira. Y hay, también, la luz en el rostro de ella cuando se inclina sobre los papeles. Hay momentos en la película en los que, aunque sepamos que la luz viene de una fuente externa y se refleja en el rostro de Ottilie, sentimos, sin embargo, irracionalmente, que la luz surge de ella. Hay, en particular, una larga escena, hermosa, de una tirada de tarot. En esa escena la luz, la intensidad de las miradas y la música convierten en destino lo que podría haber sido un juego. Otras veces es la sombra de un cuerpo pasando sobre otro el que nos cuenta parte de la historia. En esta película hay sombras que preceden a los cuerpos, sombras que los siguen y sombras que son el cuerpo todo, en ausencia.
Hay. también, luces y sombras que parecen dibujar sobre el plano, sobre el mundo real de cuerpos y espacios, otro plano posible, otro espacio de luces y de sombras que desdibuja el mundo real y lo llena de presentimientos, de algo más, algo que podría ser interior a los personajes pero que los propios personajes no acaban de conocer del todo. O, al contrario, algo que siempre será externo a ellos, algo que existe en paralelo, presente e invisible. Como escribió Lezama Lima y muchas han citado: la luz, primer animal visible de lo invisible. Pensé: aunque al volverla a ver se haya agotado la incertidumbre de lo narrado, ¿no quedará la incertidumbre irresoluble de la luz, la incertidumbre de lo invisible visible?
(Tarot, Rudolf Thome)
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