Fui piedra y perdí mi centro
y me arrojaron al mar
y a fuerza de mucho tiempo
mi centro vine a encontrar
Quizás no tenga mucho que escribir porque lo que me gustaría es decir. Lo que me gustaría es hablar y que de una cosa, de un detalle compartido, comentado, fuesen saliendo otras cosas, pero hoy no puede ser y entonces voy a escribir apenas una o dos cosas, una o dos pistas, como mi abuela, que apuntaba palabras clave de los chistes de Eugenio cuando este los contaba en la radio, para poder luego contármelos a mí, aunque en realidad después casi nunca conseguía reconstruir los chistes a partir de esas pocas palabras, de esas pocas pistas.
Al principio de la película, el hijo acaba de llegar y el padre, en cambio, está sentado, lleva sentado un tiempo. El padre está fijo y el hijo se mueve. Se acerca y se aleja. Estos meses venía pensando que el cine, una parte del cine, es una cuestión de personas que se acercan y se alejan. Se podría decir que una película, a menudo, es eso: gente que se acerca, se aleja, se vuelve a acercar, se vuelve a alejar. Al igual que en la vida nos nos pasamos el tiempo acercándonos y alejándonos los unos de los otros, a veces chocando, a veces aferrándonos, a veces perdiéndonos para siempre, como si terminase una película. Y, en el cine, además, está la cámara, que también se acerca y se aleja, o de la que los personajes se acercan y se alejan.
Escribo todo eso del alejarse y acercarse y en realidad en un primero momento lo que quería escribir era algo muy sencillo, algo que tiene que ver con el gusto, con mi gusto: recordé lo mucho que me gusta cuando un personaje habla en plano general. Preciso: cuando en un plano contraplano uno de los personajes (o los dos) está en plano general. Cuando habla como desde la distancia, a pesar de la distancia, a través de la distancia. Pero sin levantar la voz más de lo necesario. Lo suficiente para ser oído. Un ser humano, de pie, hablando a otro ser humano para ser oído, para ser escuchado y comprendido, Y, al mismo tiempo, sentir el espacio a su alrededor, sentir a ese ser parte del mundo, o quizás sentirlo pequeño, o simplemente esa cosa un poco asombrosa que es el tenerse en pie, el tenerse sobre dos patas. Y sentir la distancia que le separa de aquel a quien habla, distancia que por alguna razón mantiene. No lo sé. Recuerdo haber pensado algo así hace años, viendo una película de Dovjenko, Aerograd, viendo a dos viejos amigos hablándose en un bosque.
Me pregunto si, en el caso de esta película, Bonjour la langue, no juega en mi emoción algo leído en los títulos de crédito al empezar: enteramente improvisada por Pascal Cervo y Paul Vecchiali. Podría no haber sabido que todo en la película está improvisado pero lo dice la película misma al empezar, ella misma decide que es algo que merece la pena ser sabido. Así que siento al actor, Pascal Cervo, en pie, en el espacio, improvisar su texto y sus idas y venidas, sus acercamientos y alejamientos, ante Paul Vecchiali, que intuyo que sabe más que él de la dirección que va a tomar esta historia. Pascal Cervo y su personaje se acercan y se alejan, habitan el espacio y el tiempo, no del todo seguros, en la desnudez de quienes improvisan. Un hijo vuelve a la casa de su padre, un actor viene a la historia de un cineasta. Ya están ahí, han dado el paso, ahora tienen que actuar, tienen que hablar. Lo que tiene que hacer el personaje y lo que tiene que hacer el actor por momentos se confunde, por momentos se separa. Cuando el personaje del hijo, casi al final, dice: me pides mucho, también podría ser el actor el que lo dice, y lo que le responde el padre podría ser también la respuesta del director. Lo que pide el director, en cierto modo, es tan vital y tan íntimo que es ya una cuestión familiar, aunque no sea una familia de sangre.
Pero no era esto lo otro que quería escribir, aunque en parte sí, en parte tenía que ver con eso de la improvisación, de saber que se trata de una improvisación y de saber, también, que Pascal Cervo y Paul Vecchiali no son padre e hijo en la realidad (al contrario de lo improvisado en otra película de Vecchiali, Trous de mémoire). Porque aquello a lo que asistimos es a la improvisación de una memoria, de un pasado común. Ellos, con palabras, van inventando el pasado propio pero también el pasado del otro. Parte del juego de la improvisación es cómo se tiene en cuenta ese pasado que el otro inventa, como se asimila ese pasado inventado por el otro en lo que uno inventa a continuación. A veces los dos reconocen ese pasado que inventan pero otras veces uno de los dos no reconoce ese pasado. A veces uno de los dos lo niega. Otras veces uno rectifica detalles, sentimientos o interpretaciones. Da un poco de vértigo, sabiendo que están improvisando, oír cómo las palabras van creando ese pasado, van poblando el pasado con otra vida, con una ficción. Da un poco de vértigo porque intuimos que en realidad no está tan lejos de lo que hacemos a veces con el pasado que de veras hemos vivido, que de veras hemos compartido. Intuimos que también en la vida "real" vamos improvisando con palabras el recuerdo, lo vamos inventando o, al menos, reinventando. Dan vértigo las incoherencias momentáneas de lo que improvisan porque quizás tampoco nuestras vidas sean del todo coherentes, quizás nuestras vidas estén hechas también de historias que no encajan del todo. Y hay también algo que podría tener que ver con el lapsus, lo que es dicho sin querer, que aquí podría ser deberse a un ligero desfallecimiento de la imaginación de los actores (recordemos, están en la cuerda floja), a una ligera pérdida del personaje, pero quizás no, quizás es el personaje es que por un momento se pierde a sí mismo, dice lo que no quiere, al igual que por momentos también nosotros perdemos nuestro personaje, somos por un momento otro personaje o, simplemente, actores perdidos en un escenario o ante una cámara, actores frágiles que de pronto han perdido la identidad de su personaje y no saben si intentar recordar el personaje que eran o sobre la marcha inventarse otro. Y entonces, indefensos pero valientes, se arriesgan a hablar. Se arriesgan a las palabras. Se arriesgan a ser alguien. Se arriesgan, de nuevo, a inventar quiénes son.
(Bonjour la langue, Paul Vecchiali)
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