Jeanne la Pucelle es una única película y es dos películas. Parte uno y parte dos. Las batallas primero, Las prisiones después. Jeanne la Pucelle es quizás una única película, pero partida, rota. Es una película en la que algo se forma y luego se rompe. Es la película de lo que se parte y de lo que se acaba.
Hay en la primera parte una escena bella, que parece ganada al tiempo de las batallas (aunque más tarde comprenderemos que ese momento fue posible precisamente gracias a las batallas, que eran las batallas las que abrían el tiempo para momentos así). Jeanne aprende a firmar con su propio nombre. Le pide a un monje que la acompaña en sus aventuras que la enseñe, para poder firmar lo que comunique al enemigo. La escena es bella porque es inesperada, porque se cuela como el presente que se sale de los libros de Historia, y también porque la luz hace visible el polvillo del aire y, aunque eso quizás todavía no lo sabemos, o no nos damos cuenta, porque es una escena de amistad entre Juana y el monje. La escena es bella y, por eso mismo, sin que lo sepamos, es la primera pieza de una pequeña trampa que nos tiende la película.
En la segunda parte, hay una escena en la que se despiden el monje y Juana. Él y Juana no se van a volver a ver. Jeanne la Pucelle, partes una y dos, es una película llena de personajes a los que no volveremos a ver, de compañeros de armas, y también de mujeres, con los que Juana comparte algo de su tiempo, hasta que sus caminos y sus vidas se separan. Hay tiempo para cogerles afecto y para sentir después su ausencia. Jean de Metz, por ejemplo, aquel que al principio de la historia la escolta hasta la ciudad donde reside el Delfín de Francia. Si esta fuese una ficción, Jean de Metz reaparecería, su amistad con Juana no puede no tener continuación. Y sin embargo no la tiene. Nuestras vidas están hechas así, claro, de gente esencial a la que por alguna razón nunca volveremos a ver. En esta película, que para ser una película es larga y que sin embargo es mucho más corta que una vida, en esta película, que cuenta una vida en la que todo lo esencial pasa en unos pocos años, esas separaciones de las que están hechas nuestras vidas se ven de manera más clara e intensa.
El caso es que, en una escena de la segunda parte, Juana y el monje se separan. Él se va a Roma a reclamarle al Papa una acción contra unos heréticos y le pide a Juana que firme su proclama, con el argumento de que el nombre de Juana impone más que el suyo. Juana se pone a ello. La escena nos recuerda a aquella en la que el monje la enseñó a firmar y por eso nos emociona. Nos preguntamos si ellos se acuerdan como nosotros. En realidad, nosotros sentimos, al recordar la otra escena, esa emoción que ellos sienten por todo ese tiempo que han pasado juntos, por todas las aventuras que han vivido. El eco con la escena anterior de la firma es la manera en la que nosotros, que apenas los vemos durante unas horas de película, podemos sentir, a nuestra manera, la emoción que ellos sienten por todos esos días y noches de aventuras que han compartido. Es una amistad condensada. Y entonces Juana le pregunta: ¿tú no me harías firmar algo que no estuviese bien, verdad? Pero ella confía y firma. Esta escena es la segunda pieza de una trampa. No porque él le esté haciendo firmar algo malo (eso, en realidad, no lo sabremos, salvo que tengamos nuestra propia opinión sobre la herejía de los husitas), sino porque nos trae al recuerdo la otra escena y crea una cadena en la que el motivo de la firma de Juana está asociada a la amistad.
La trampa se cierra cuando el motivo aparece por tercera vez, en una escena completamente desprovista de amistad. Cuando Juana ha sido arrestada y ya la han condenado, le dan la ocasión de abjurar para salvarse de la hoguera. Le dicen que firme la abjuración. Ella firma con un círculo. La mano de un religioso coge la de Juana y la hace firmar con una cruz. Ella ríe. Allí, entre hombres, como estuvo en las batallas, junto a religiosos, como el monje que la enseñó a firmar, está sola, está entre enemigos, y la violencia del gesto, la violencia de la mano que la obliga a hacer una cruz, ignorando además que ella puede firmar con su nombre, no imaginando siquiera que ella pueda firmar con su nombre, se nos hace dura y seca porque trae el recuerdo de lo que en otro tiempo fue para ella el gesto de firmar y también de la amistad que en otro tiempo la rodeó. La trampa se ha cerrado sobre nosotros, fría, pero también haciéndonos más conscientes de la calidez que hubo en esos otros tiempos, en esas otras escenas. Doblemente fría, quizás.
La firma cierra una trampa, pero hay más cierres así. De algunos somos conscientes, de otros no. La firma cierra una prisión de la que Juana solo podrá escapar con su muerte. Las prisiones se llama esta segunda parte, Las batallas se llamaba la primera. Y podemos pensar que esa separación es un poco arbitraria, pues las batallas apenas empiezan hacia el final de la primera parte y continúan durante el principio de la segunda, y las prisiones no empiezan hasta bien entrada la segunda. Pero quizás no sea tan fácil darnos cuenta de cuándo empiezan de veras las batallas ni de cuando empiezan de veras a cerrarse las puertas de las prisiones.
La primera parte termina cuando Juana ha ganado su primera batalla en Orléans y se queda dormida de agotamiento. La segunda parte empieza con la discusión entre nobles para decidir si se firma una tregua, si se sigue la guerra o si, como lo propone Juana, lo más importante es que el Delfín sea coronado en Reims. Se decide seguir la opinión de Juana (y de sus voces).
Se podría decir que la primera parte de la película termina cuando Juana, al fin, ha realizado en acto la prueba de su profecía, cuando lo que le dicen las voces se ha visto confirmado por un hecho real. A partir de ahí, ella es otra, al menos para los demás (y sin duda también para sí misma, pero eso le cuesta admitirlo).
Luego viene la coronación en Reims. Ahí Juana ha realizado por completo lo que sus voces le decían. Ha cumplido su misión. Es una ceremonia que para nadie puede ser tan esencial como para ella, ni siquiera para el rey recién coronado. Es un poco raro ver la pompa de esa ceremonia, que está y no está a la altura de Juana. En la pompa de la ceremonia se ve ya la cara falsa de lo anhelado por Juana. O quizás eso ya empezaba a verse en la primera escena de esta segunda parte. Ya en ese escena la trampa, la puerta de la prisión, estaba empezando a cerrarse, bajo la forma de la política como tejemaneje y traición. Pero, más allá de esas traiciones, también hay otra cuestión importante: si Juana ya ha realizado su misión, ¿qué hacer después? ¿cómo vivir después? No puede no seguir deseando la misma vida de aventuras y sin embargo algo se ha descontrolado. Ahora sus voces no la guían. Sus voces le hacen cumplidos y ella anhela órdenes. Hay algo roto allí afuera, en el mundo que la rodea, en el rey, pero también hay algo roto dentro de ella. (Ahora me pregunto si las películas sobre Juana de Arco no tenían tendencia a hacernos ver como misión de Juana su muerte en la hoguera y no el triunfo guerrero y la coronación en Reims. ¡Pero ella no busca la hoguera!)
El primer encierro, la primera prisión, podría ser el no dejarla ir a guerrear (y hay que ver la escena en la que se despide de sus compañeros de armas, mientras detrás se desmonta una de las tiendas de campaña) pero quizás el primer encierro haya sido realizar su misión. Lo que concluye se cierra. La misión cumplida no libera, la libertad era tener una misión por cumplir. La película nos hizo sentir, con la incertidumbre pero también la alegría aventurera de lo que va encontrando su forma, cómo la misión se iba cumpliendo. La película nos hace vivir también el tiempo de después.
(Jeanne la pucelle, Jacques Rivette)
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