Están hablando del cuadro. Es extraordinario, dice el pintor joven, Nicolas. No es nada, responde el pintor más mayor, Frenhofer, el que ha pintado el cuadro. No hay sangre, añade. Si voy hasta el final hay sangre en la tela. Así habla el pintor mayor. Dentro de un rato, cuando el pintor joven y su novia, Marianne, hayan vuelto a su hotel, ella se burlará de esas frases del pintor mayor. Como si fuesen frases de comedia, como si el pintor mayor fuese un pintor de teatro. ¿Tiene razón Marianne? La tiene y no la tiene. Esta es una de esas películas en las que una frase puede ser al mismo tiempo falsa y verdadera. Esta es una película que vuelve paranoico, que logra que detrás de cada frase, de cada gesto, se sospeche una estrategia. Eso para los personajes tiene su riesgo: el riesgo de tomar por verdadero lo falso pero también el riesgo de tomar por falso lo verdadero. Para nosotros, espectadores, es un riesgo menor. El cine, para nosotros espectadores, quizás también sea eso, un riesgo controlado, un riesgo menor. Para los cineastas, para las actrices y para los actores quizás sea otra cosa. Quizás por eso hagan películas como esta, películas sobre el arte de jugar con fuego, sobre la verdad y sobre la mentira, sobre arriesgarse a pintar la verdad y sobre arriesgarse a pensar la verdad de sí mismo.
Frenhofer, pensé, habla y actúa como un pintor de teatro. Quizás una de las historias que cuenta la película sea esa, la de un pintor de verdad que se ha convertido en un pintor de teatro. En algún momento, en el pasado que precede a la película, dejó de buscar la verdad en la pintura y se refugió en otras cosas, en un pequeño teatro que, por lo que vemos, tiene tendencia a ser un teatro cruel. ¿Por qué ese teatro y esa crueldad? Quizás por miedo. Se habla bastante del miedo en esta película. Del miedo y del valor. Tener o no el valor de ir hasta el final, hasta el punto sin retorno.
Al empezar la película Nicolas y Marianne presienten que están a punto de adentrarse en un camino sin retorno. ¿Qué hacen ante el miedo? Se montan en el patio del hotel un pequeño teatrillo de espionaje y chantaje, con dos turistas como único público. Y una voz en off nos dice que lo hacen para distraerse del miedo. Ante el miedo, teatro. Teatro inocente, como esa historieta de chantaje, o teatro cruel, como el que empezará justo después, cuando entren en la casa de Frenhofer.
Y entonces llega un momento en que el teatro se desvanece, cuando Frenhofer empieza a dibujar a Marianne. En el trabajo del dibujo y de la pintura, en su ausencia de palabras, sustituidas por el rascar de la pluma sobre la hoja, hay, parece ser, otra cosa, una verdad. Es bello ese tiempo del trabajo sobre la hoja, de la mano del pintor buscando. Pero incluso ahí, en el taller del pintor, la verdad parece frágil y, poco a poco, ante la angustia de la pintura que no funciona, que no avanza, vuelven a entrar las palabras y el teatro, para llenar el vacío de eso que no sucede, para llenarlo con palabras de esas que nunca sabemos si son verdaderas o falsas.
El personaje de Frenhofer está interpretado por dos cuerpos al mismo tiempo: Michel Piccoli, actor, y la mano de Bernard Dufour, pintor. Y es como si el personaje se debatiese, a la manera del Doctor Jeckyll y Mister Hyde, entre ser actor o ser pintor, entre ser voz o ser silencio. Pero la película le da una vuelta a ese juego de la verdad y de la mentira, porque el personaje va a alcanzar la verdad como pintor pero también va a alcanzar una verdad superior como actor, como comediante, haciendo creer que ha fracasado allí donde ha triunfado, asumiendo un triunfo artístico escondido y privado, en vez de público, para no dañar a su alrededor, para no convertir la presentación de su cuadro en tragedia para los demás. Al final logra ser, al mismo tiempo, un buen pintor y un buen comediante, y el teatro, como todo en la película, aparece como camino para la mentira pero también para la verdad.
Aunque en todo esto, además del teatro y de la pintura, anda también el cine, claro, arte del espacio y del tiempo, arte de dejar a los personajes montar su pequeño teatro y moverse por él, y arte de dejar que dure el tiempo de la pintura y el tiempo de la soledad, de los personajes que no pretenden representar nada. Y en realidad la verdad de la película está escondida en un cuadro que nunca veremos. Me pregunté si la tremenda precisión de la película, en sus encuadres y en sus movimientos de cámara, no era la condición necesaria para que al final aceptásemos el no ver el cuadro, el no ver la verdad pintada, el quedarnos siempre en el filo de la tela, en el umbral del cuadro. La verdad del cuadro nos es mostrada en la mirada de los personajes y, sobre todo, en sus gestos: una huida, una cruz negra pintada en su reverso, el acto de esconderlo. Ya no valen palabras ni se trata de alcanzar la verdad que sangra, la verdad que hiere sin retorno, ahora son los gestos y las acciones los que cuentan, los que dan otra verdad, una verdad narrativa, una verdad que, incluso, hace sonreír, la prueba de que más allá del punto sin retorno era posible el retorno, pero cambiados, más libres, más ligeros. Regresamos y no regresamos. Regresamos pero regresamos cambiados, no del todo los que éramos. El retorno es, al mismo tiempo, imposible y posible. Y, si hace falta, nos ponemos una careta. La de mal pintor, por ejemplo.
(La belle noiseuse, Jacques Rivette)
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