lunes, 20 de julio de 2020

detrás


Da miedo. Es simplemente una cabeza que nos da la espalda. Que nos da el pelo. Pelo largo. Rojizo. A estas alturas de la película basta eso para que tengamos miedo. A estas alturas de la película nada puede darnos más miedo que eso. Una cabeza vuelta. Una cabeza sin rostro. Una cabeza que pueda al volverse mostrarnos un rostro inesperado. Un rostro que no cuadre con lo que esperábamos. Un rostro que no cuadre con el momento. 
Es una película de realidad y de sueño. Por un lado la realidad, por otro lado el sueño. No se confunden. El sueño parece el umbral de la muerte. Una mujer se intenta suicidar con somníferos y a partir de ese momento va y viene entre la realidad y el sueño sin que nosotros nos confundamos. Sabemos cuándo el personaje está soñando. Sabemos cuándo el personaje no está soñando. 
(Aunque también hay, es cierto, un fantasma que existe en todas la realidades. Un fantasma que es una mujer mayor de rostro severo y mirada metálica. Lo metálico quizás sea una cualidad de la luz al reflejarse en sus ojos, no algo que esté de por sí en ellos. Pero, aún así, al ver esos ojos sentimos algo frío y metálico.)
Ahora, cuando la mujer va al encuentro de esa cabeza de pelo rojizo, esa cabeza que es, que debería de ser, la de su hija, no está soñando. El plano de la cabeza vuelta, la cabeza sin rostro, ni siquiera dura tanto, al poco la mujer dice el nombre de su hija y esta se vuelve con su rostro luminoso, joven, sonriente. Es ella. El plano y el miedo apenas duran un instante, un pequeño instante de duda, pero quizás la fuerza del miedo a esas alturas de la película sea esa, que el miedo pueda deslizarse en apenas unos segundos, que el miedo se pueda colar por cualquier rendija de la realidad, que la realidad sea algo que la duda se va comiendo poquito a poco hasta que ya apenas se sostiene. 
La duda se insinúa pero apenas dura un momento, la cabeza se vuelve y es el rostro luminoso de la hija, con alegría y sonrisa, la realidad le gana a la duda. Sin embargo, la escena entre la madre y la hija dura y, según dura, según se hablan, se va complicando, hasta que la hija acaba diciendo algo que contradice a la sonrisa inicial, que contradice la luz y la alegría de su reencuentro con la madre. La sonrisa era real, no era un sueño, y sin embargo se vuelve irreal. Se vuelve, quizás, mentira. La duda más terrible resulta no ser la de una cabeza que nos da la espalda y un rostro que no vemos, sino la de un rostro que de frente nos sonríe, que de frente parece querernos y alegrarse de vernos y que sin embargo a su vez oculta otro rostro, otro sentimiento. El sueño es apenas la versión colorida del doble fondo de la realidad. 
O también puede ser que la sonrisa sí fuese verdad y que las palabras de la hija fuesen falsas, consciente o inconscientemente. Quizás no hay razón para creer lo malo más verdadero que lo bueno. Quizás todo sea al cabo dudoso y también lo sean las palabras alentadoras de la voz en off al final, las palabras que ponen al amor por encima de todas las cosas mientras vemos una imagen que nos muestra a una pareja anciana, una pareja bajo cuya imagen presente no podemos dejar de ver lo crueles que fueron en otro tiempo con la mujer, cuando ella era niña, crueldad que nos ha sido revelada antes, cuando la memoria de la mujer ha vuelto a la superficie hecha palabras y grito. No podemos evitar recordar eso pero tampoco podemos pensar sin más que la crueldad del pasado sea la verdad oculta del amor presente, ni que el amor presente sea la verdad final de esa crueldad pasada. Como si hiciesen falta tantas palabras no para alcanzar un sentido final sino para asegurarse de que, al cabo, no quede ninguna certeza, ningún sentido que no sea reversible, ningún rincón de realidad libre de la duda. 
(Cara a cara, Ingmar Bergman)

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