Al principio no veían nada más que las vías minúsculas bajo un cielo muy blanco. Esperaban intranquilos en el andén. Les dijeron que era un día importante y que no se distrajeran, que estuvieran atentos pese al frío. Por fin el tren vino cada vez más rápido hacia ellos pero al verlo creyeron que no era el que esperaban sino otra entrada más en una estación corriente, la de su propia ciudad. Se pusieron un poco tristes y procuraron no decir nada, y cuando el tren paró del todo por supuesto no montaron y regresaron murmurando a sus casas. Pero un poco después no tenían nada mejor que hacer y volvieron por allí. Esta vez hacía mejor tiempo, el invierno empezaba a quedar atrás. Entonces sintieron no haber montado en aquel tren que les habría llevado donde tal vez no necesitaran abrigo. Y poco a poco fueron apiñándose donde al principio, a un lado del andén, mientras miraban a lo lejos con la palma haciendo de visera por si el tren volvía de nuevo.
Pero el tren no hacía sino alejarse en sentido contrario al esperado e ir alcanzando cada vez más remotas regiones. En todos los lugares se repetía por cierto la misma historia. La gente aguardaba inquieta un rato pero cuando el tren llegaba quedaban muy decepcionados y lo dejaban pasar haciendo gestos despectivos con la mano o simplemente diciendo adiós a los ocasionales viajeros. En Praga un tísico enfebrecido dijo que sus compañeros de banqueta se habían quedado como pasmados al verlo pasar, pero como lo dijo riendo ni él ni sus severos vecinos quisieron creerlo del todo. El tren siguió su ruta hacia el Este y fue llegando a lugares verdaderamente inhóspitos. En pleno invierno por ejemplo llegó a Kiev. En realidad se detuvo unos kilómetros antes, de noche y en pleno arrabal, para que los ferroviarios rompieran con sus cuñas preciosas el hielo que cubría las vías e impedía que a la mañana siguiente el tren entrara con la velocidad deseable en la ciudad. Cuando amaneció aquella gente no se dejó engañar y no fue la velocidad sino la fuerza y la belleza lo que admiraron y lo que les hizo comprender que estaban ante algo excepcional. Los niños dejaron el muñeco de nieve que atávicamente modelaban y corrieron a mancharse las manos de grasa con las tuercas de la locomotora. Recién parada, la máquina despedía un calor intenso. La nieve se deshacía bajo su panza y hacía flotar el grueso armazón metálico sobre sobre lo que pudo parecer la fuente de un oasis. El barro reblandecido cedía bajo el peso de la locomotora y había que reforzar las vías con tablas de madera si no se quería que el tren fuera poco a poco engullido desde la cabeza por el lodo. El hierro y la tierra demostraron una vez más poder dejar de ser ellos mismos y volverse un poco mejores o un poco peores al contacto con el agua. La gente se acercaba a ver el tren pero estar tan cerca del agua no les confundía y también sabían verlo tras su propia imagen reflejada. El agua volvería enseguida a ser un manto completamente blanco y macizo.
Vesnoy, En primavera (Mijaíl Kaufman, 1929)
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