A veces pienso: los
planos más bellos son aquellos que no se recuerdan.
(Hay, también,
rostros así. Inolvidables pero imposibles de recordar. Imposibles de
visualizar en la memoria. Quizás por ello inolvidables, los planos y
los rostros, porque abren un vacío que no puede ser llenado.)
Decía esto a
propósito de un plano de un tren.
Un tren que pasa
rápido. Un tren que se lleva a alguien lejos, demasiado lejos.
(Demasiado lejos
porque de un lado del trayecto alguien va a morir, y es esa una
distancia que ningún tren podrá ya recorrer, una distancia sin
vuelta atrás.)
Apenas visto ya
había desaparecido el plano, arrastrado y en cierto modo cegado por
la emoción misma que él hacía nacer. Quizás por eso los planos
más bellos sean imposibles de recordar: se consumen por la película,
por el relato, por la emoción.
Son, a menudo,
planos modestos. Planos sencillos en los que, invisible, se condensa
toda la película. Dos horas en un instante, un tren que pasa
demasiado rápido. Sí, eso es una película, un tren que pasa, que
no se detiene. Rápido, rápido y lentamente. (Ya lo dije otras
veces. Lo repito. A menudo visto con las mismas ideas. Tienen ya
manchas y agujeros. Qué más da. No tengo más.)
Una película
alcanza quizás su punto máximo de emoción cuando no se detiene.
Cuando alcanzamos a ver lo que al instante siguiente ya se ha
perdido. Y no hay vuelta atrás. El cine es entonces imagen de la
vida: los instantes no vuelven, el recuerdo no los restituye, no
puede más que insistir en su ausencia.
Volví a ver
la película. Volví a ver pasar el tren. (Pero algún griego diría
que no era el mismo tren, ni la misma película, y tendría razón,
casi siempre la tienen.)
La cámara apuntaba
hacia delante las vías por donde el tren va a pasar, el tren que ya
está en plano, que ya se aleja, y entonces la cámara (todo esto, os
decía, es muy rápido), hacía una panorámica, hasta que sólo se
ve tren pasando, paralelo a nosotros. No sé si me explico.
El plano, además,
es casi tembloroso, como el de ese otro tren que se va, el del final
de El hombre que mató a Liberty Valance.
Y por encima suena
una caja de música. Ningún sonido violento del tren que pasa. Y por
ello más violento. Más imposible de detener.
(Esta es una
afirmación que no puedo probar. Pero os aseguro que lo habrías
sentido igual.)
Decía esto ( y
sabéis que yo no acostumbro a hablar ni a escribir así, pero no sé,
el tren que pasa, algo, mi voz no es mi voz, tampoco mis ideas) a
propósito de Pechos eternos, de Kinuyo Tanaka. Chibusa yo ein nare,
se dice en japonés.
Algún día la
veréis, de eso no me cabe la menor duda. No puede ser de otra
manera. Tampoco quiero desvelaros mucho. Es la historia de una mujer.
Ama de casa primero, divorciada luego. Poeta siempre. Con el tiempo,
enferma, cáncer de mama.
Pienso, aunque no
tenga nada que ver, en Grémillon, en Gueule d'amour. La misma
sensación de que la película termina lejos, muy lejos de donde
comenzó. Quizás en las dos un personaje consumido. Hasta el crimen
uno, hasta la muerte el otro. Y también esa sensación de que la
película va apareciendo plano a plano, inventándose a cada
instante. Lo contrario al estilo. O un cine de antes del estilo. Cada
plano un gesto nuevo. Cada plano inolvidable e imposible de recordar.
No es el estilo. Está más allá, o más acá. La urgencia de contar
lo que se cuenta. Unos pies que salen de la cama, una mujer que se
baña, por momentos la sucesión de planos se hace intolerable.
Fluida e intolerable. Intolerable porque fluida, porque no se va
detener, porque de instante en instante el tiempo se va.
Hay una secuencia,
que no contaré, o apenas, uno de esos momentos en los que el cine
plenamente se realiza, una mujer que se acuesta en el suelo junto a
un hombre, que se abraza a él, y cuando la belleza y la delicadeza
de cada gesto son ya intolerables, entonces viene un plano del rostro
de ella. El rostro de ella pegado al suelo. Un plano desde abajo. Un
plano imposible. El rostro de ella, la silueta negra de la cabeza de
él y al fondo, borrosa, en el techo, la lámpara. Ya era intolerable
la belleza, decía, y entonces llega ese plano, ese plano imposible,
y ya flotamos, estamos, literalmente, en otra dimensión. Con ella,
con la mujer agonizante. Apenas un instante, claro.
No digo más,
porque no me gusta que me hablen de las películas antes de verlas y
no quiero deciros más de ella. Porque sé que la vais a ver. Así
que me callo. Vuelvo al olvido.
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