sábado, 6 de julio de 2013

Tartamudo frente al tren




A veces pienso: los planos más bellos son aquellos que no se recuerdan.

(Hay, también, rostros así. Inolvidables pero imposibles de recordar. Imposibles de visualizar en la memoria. Quizás por ello inolvidables, los planos y los rostros, porque abren un vacío que no puede ser llenado.)

Decía esto a propósito de un plano de un tren.

Un tren que pasa rápido. Un tren que se lleva a alguien lejos, demasiado lejos.

(Demasiado lejos porque de un lado del trayecto alguien va a morir, y es esa una distancia que ningún tren podrá ya recorrer, una distancia sin vuelta atrás.)

Apenas visto ya había desaparecido el plano, arrastrado y en cierto modo cegado por la emoción misma que él hacía nacer. Quizás por eso los planos más bellos sean imposibles de recordar: se consumen por la película, por el relato, por la emoción.

Son, a menudo, planos modestos. Planos sencillos en los que, invisible, se condensa toda la película. Dos horas en un instante, un tren que pasa demasiado rápido. Sí, eso es una película, un tren que pasa, que no se detiene. Rápido, rápido y lentamente. (Ya lo dije otras veces. Lo repito. A menudo visto con las mismas ideas. Tienen ya manchas y agujeros. Qué más da. No tengo más.)

Una película alcanza quizás su punto máximo de emoción cuando no se detiene. Cuando alcanzamos a ver lo que al instante siguiente ya se ha perdido. Y no hay vuelta atrás. El cine es entonces imagen de la vida: los instantes no vuelven, el recuerdo no los restituye, no puede más que insistir en su ausencia.

Volví a ver la película. Volví a ver pasar el tren. (Pero algún griego diría que no era el mismo tren, ni la misma película, y tendría razón, casi siempre la tienen.)

La cámara apuntaba hacia delante las vías por donde el tren va a pasar, el tren que ya está en plano, que ya se aleja, y entonces la cámara (todo esto, os decía, es muy rápido), hacía una panorámica, hasta que sólo se ve tren pasando, paralelo a nosotros. No sé si me explico.

El plano, además, es casi tembloroso, como el de ese otro tren que se va, el del final de El hombre que mató a Liberty Valance.

Y por encima suena una caja de música. Ningún sonido violento del tren que pasa. Y por ello más violento. Más imposible de detener.

(Esta es una afirmación que no puedo probar. Pero os aseguro que lo habrías sentido igual.)

Decía esto ( y sabéis que yo no acostumbro a hablar ni a escribir así, pero no sé, el tren que pasa, algo, mi voz no es mi voz, tampoco mis ideas) a propósito de Pechos eternos, de Kinuyo Tanaka. Chibusa yo ein nare, se dice en japonés.

Algún día la veréis, de eso no me cabe la menor duda. No puede ser de otra manera. Tampoco quiero desvelaros mucho. Es la historia de una mujer. Ama de casa primero, divorciada luego. Poeta siempre. Con el tiempo, enferma, cáncer de mama.

Pienso, aunque no tenga nada que ver, en Grémillon, en Gueule d'amour. La misma sensación de que la película termina lejos, muy lejos de donde comenzó. Quizás en las dos un personaje consumido. Hasta el crimen uno, hasta la muerte el otro. Y también esa sensación de que la película va apareciendo plano a plano, inventándose a cada instante. Lo contrario al estilo. O un cine de antes del estilo. Cada plano un gesto nuevo. Cada plano inolvidable e imposible de recordar. No es el estilo. Está más allá, o más acá. La urgencia de contar lo que se cuenta. Unos pies que salen de la cama, una mujer que se baña, por momentos la sucesión de planos se hace intolerable. Fluida e intolerable. Intolerable porque fluida, porque no se va detener, porque de instante en instante el tiempo se va.

Hay una secuencia, que no contaré, o apenas, uno de esos momentos en los que el cine plenamente se realiza, una mujer que se acuesta en el suelo junto a un hombre, que se abraza a él, y cuando la belleza y la delicadeza de cada gesto son ya intolerables, entonces viene un plano del rostro de ella. El rostro de ella pegado al suelo. Un plano desde abajo. Un plano imposible. El rostro de ella, la silueta negra de la cabeza de él y al fondo, borrosa, en el techo, la lámpara. Ya era intolerable la belleza, decía, y entonces llega ese plano, ese plano imposible, y ya flotamos, estamos, literalmente, en otra dimensión. Con ella, con la mujer agonizante. Apenas un instante, claro.

No digo más, porque no me gusta que me hablen de las películas antes de verlas y no quiero deciros más de ella. Porque sé que la vais a ver. Así que me callo. Vuelvo al olvido.  

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