domingo, 16 de enero de 2011

Jorge Luzán


No sabemos en qué año nació. Su padre, comerciante francés relativamente célebre en París, hombre casado y con hijos, y su madre, entonces una bella muchacha de diecisiete años, lo concibieron probablemente en Trinidad, Cuba entre 1915 y 1919. El niño no fue inscrito en ningún Registro. Al cabo de unos años adoptó el apellido de su madre, Luzán, y la nacionalidad francesa. Fue inscrito en Pointe-à-Pitre. En su expediente le asignaron finalmente el 4 de marzo de 1920 como fecha de nacimiento.

A los diecisiete años, Jorge dejó a su mamá, entonces casada con el pintor cubano Alfredo Sánchez, y residentes en la isla de Guadalupe, y se marchó a Boston, en cuya universidad se licenció en Letras. Jorge supo siempre que el pintor no era su padre. Sabía que su padre vivía en el mismo país, pero a muchísimos kilómetros de allí, en otro continente. Lo sabía sobre todo por las cartas que puntualmente llegaban a principios de cada mes con una suma de dinero considerable. A veces, junto al cheque, algunas palabras dirigidas a su madre: “Espero que el niño vaya bien. Que vaya a la universidad, que nada le falte. Y por favor, dale todo el cariño que yo no puedo darle”. Nunca, a lo largo de su vida, deseó conocer a su padre. Sabía sus señas, pero nunca viajó al viejo continente, a esa Europa donde estaban parte de sus raíces. Siempre lo odió secretamente. ¿Por qué me concibió para luego largarse y no volver más? Su madre sufría sin duda menos que él, a fin de cuentas ella era muy joven cuando lo conoció, y hubo más hombres que vinieron después y que dejarían más huella en su vida.

A los veintitrés, Jorge Luzán conocía a la perfección esos tres idiomas que bañan las aguas del Caribe: el francés, el inglés y el español. Sabemos que ya por entonces era un gran lector de poesía. De sus años de estudiante documentan las cuatro cartas que se han conservado de la correspondencia con su madre. Fue un estudiante normal. Su expediente no llama especialmente la atención. Notas ni muy buenas ni muy malas. Se parece a los expedientes de muchos artistas que en el mundo han sido. Parece que era estudiante discreto, más bien tímido. Sólo cuando acudimos a las cartas advertimos mejor los rasgos de su carácter, su gran sensibilidad. Inteligentísimo lector, parece haber privado a sus profesores de toda su sabiduría, y haberla volcado con su madre: la persona que más quería en el mundo, la persona que seguramente más quiso en el mundo. Sus cartas, a veces de diez o quince folios, se parecen a un diario. Lástima que sólo se hayan conservado cuatro. Están llenas de afirmaciones agudísimas sobre la vida y sobre las obras que Jorge leyó durante sus años de estudiante. Sobre todo poesía, pero no solamente. A veces, en sólo varias líneas, daba con el asunto de un poema, o trazaba los rasgos fundamentales de un escritor. Pero jamás aludió a la figura de su padre. Estas cuatro cartas se encuentran en la biblioteca de la universidad de Boston. Suelen citarse en artículos, tesis y otras obras de investigación.

Sabemos también que desde muy pronto escribió poemas. Y que nunca publicó. En las cartas da cuenta de ello. Menciona sus proyectos, pero no hay en ellas un solo verso escrito por él. No sólo sabemos que nunca publicó sino que no conocemos ni uno solo de sus versos. Nada se ha conservado. Sabemos tan pocas cosas de su vida… No se casó ni tuvo hijos. Murió joven, de tuberculosis, en 1956, cuando aún no había cumplido los treinta y seis años, si nos atenemos a ese 1920 que le asignaron como año de nacimiento. Además de su madre, sólo otra persona contó en su vida: su amigo el mexicano Marcos Puentes. Se conocieron en la universidad de Boston. De los veintitrés a los treinta años parece que se vieron casi a diario. Marcos murió en 1960, cuatro años después de la muerte de su mejor amigo, cuando éste todavía no despertaba el interés que hoy despierta entre intelectuales, poetas y estudiantes de cine. Es decir, murió demasiado pronto para poder dar testimonio sobre el que fuera su amigo. Él lo conocía sin duda mejor que nadie. Él habría leído seguramente alguno de esos poemas que ya no leeremos nunca. Él sabría algo de sus amores, de las mujeres o de los hombres que hubo en su vida. De su persona y del gran proyecto del final de su vida: La adaptación al cine del Martín Fierro de José Hernández. Pero ningún periodista, estudiante o curioso fue a visitarle durante esos años. Ni tan siquiera la madre de Jorge, que no había vuelto a ver a su hijo desde que éste se marchara a México, y que falleció, relativamente joven, algo después de que falleciera su marido, en 1966.

Se conservan, sin embargo, dos cartas escritas a su amigo Marcos Puentes. Por ellas sabemos que Jorge Luzán, entre los veintitrés y los treinta y dos años, vivió entre Boston y la isla de Guadalupe, a la que acudía de cuando en cuando a visitar a su madre. Que trabajó muchos años de vendedor en una tienda de telas y también algún tiempo en una librería. Que desde los veintitrés años, desde que terminó sus estudios, no recibió más dinero de su padre ni tuvo noticias de él.

Aparte de sus esporádicas visitas a la isla donde pasó su infancia, no hizo grandes viajes. Pero se sabe que conocía al dedillo el atlas del mundo y la historia y la cultura de muchos países. Su madre vivió siempre en Guadalupe, siempre con el pintor Alfredo Sánchez. Tuvo con él una hija, María, pero ni ella ni el pintor Alfredo Sánchez lograron conquistar el corazón de Jorge. A su madre, en cambio, le traía regalos y pasaba mucho tiempo junto a ella.

A diferencia de Jorge Luzán, Marcos Puentes estaba vinculado al mundillo literario de Ciudad de México. Y mandaba desde Boston artículos para la universidad y reseñas de películas para la revista Cinema, cuyo redactor jefe era un amigo de la infancia, y sus padres, amigos de siempre de la familia. Una vez, el redactor jefe de la revista Cinema informó a su amigo Marcos Puentes de que los Estudios Veracruz necesitaban guionistas urgentemente. Marcos no lo dudó un instante. Pensó que podía ser un buen trabajo para su amigo Jorge y enseguida le habló de ello.

Esta decisión resultó ser la más relevante de su vida. Le animó seguramente la idea de cambiar de aires o simplemente se sintió por primera vez seguro de sí mismo, dispuesto a dar a conocer su trabajo, a hacerlo público, mediante la escritura de guiones.

Jorge Luzán trabajó durante casi dos años para los Estudios Veracruz pero jamás escribió una sola línea. No sabemos si la llevaba ya en su cabeza o si la idea surgió a su llegada a México, pero en cualquier caso enseguida convenció a los productores de que había que llevar a cabo la adaptación del Martín Fierro al cine. No parece que Jorge tuviera muchos conocimientos de técnica de cine. No parece siquiera que fuera cinéfilo. No más que cualquier otro intelectual de su época. Pero podemos pensar que, inteligente y curioso como era, conocía las principales obras del séptimo arte y que, tal y como había ya hecho y seguía haciendo con los libros, las vería y volvería a ver una y otra vez.

Los estudios financiaron el proyecto durante casi dos años, algo insólito para unos estudios, sobre todo si tenemos en cuenta que la película no iba a rodarse en estudio sino en exteriores. Financiaron los numerosos viajes de Jorge Luzán a Argentina, la contratación de actores no profesionales, el traslado de pesadas cámaras para las pruebas con los actores… Hasta que, al cabo de dos años, hartos de lo impreciso del proyecto y de lo lentamente que avanzaba, tiraron la toalla y todo quedó, como se dice, en agua de borrajas.

Jorge Luzán no llegó a rodar más que unos cuantos planos de su película (que no se han conservado). Deprimido y enfermo ya de tuberculosis, pasó los últimos meses de su vida en un hospital de México en el que murió en enero de 1956.

Se conserva el cuaderno de notas que llevó durante aquellos años. Se puede consultar en la Cinemateca de México. Es, digamos, su obra maestra. Las cuatro cartas a su madre y las dos a su amigo Marcos Puentes constituyen el resto de su obra. Un documento que no se parece a nada visto hasta ahora. Un híbrido entre la poesía y la fotografía, entre el guión y el story-board. ¿Qué ocurrió con sus poemas? ¿Se perdieron durante el traslado de Boston a México? ¿Acaso el propio Jorge, a causa de la depresión y la enfermedad, decidió deshacerse de ellos? Nunca lo sabremos. No dejó nada más que la ropa que llevaba puesta el día de su muerte y su cartera, en la que había una foto de su madre y un poco de dinero.

Trataré de describir lo que yo entendí de su proyecto. Se sabe que algunos temas de John Coltrane fueron poemas antes que música. Por ejemplo Wise one o Cousin Mary. Se sabe también que el salmo o cuarta parte de su gran obra A love supreme (1964) es la transcripción en música del poema-oración que el propio Coltrane escribió y que podemos leer en el librillo del disco. Es decir que su música era, más que una adaptación, una transcripción de sus poesías, que el músico transcribía los versos en notas y tonos, más o menos intensos, según la intensidad, belleza y sentido de las palabras, y que lo hacía palabra por palabra, verso por verso.

Algo así quería hacer Jorge Luzán con el Martín Fierro. De sus notas, dibujos y fotografías se desprende esta idea de que quería hacer una película compuesta de 7.219 planos, tantos como versos tiene el poema, y que cada plano debía reproducir en imágenes o sonidos el ritmo y el sentido de cada verso.

Jorge Luzán trabajó concienzudamente en los primeros mil versos de la primera parte. Tomó muchísimas notas, vio y contrató a bastantes actores no profesionales, hizo unas dos mil fotografías, localizó treinta y nueve exteriores y llegó a describir con palabras o con dibujos o por fotografías los mil primeros planos de su película. Sus ideas no tienen nada de caprichosas. Yo mismo, conforme iba leyendo sus palabras, emocionado, viendo sus dibujos o fotografías, podía intuir la duración que tendría cada plano, la dirección de actores, la luz o la posición de la cámara, mientras me iba diciendo, resignado, que nadie ya realizaría la película.

1 comentario: