domingo, 20 de julio de 2025

otro principio de incertidumbre


Una mujer, Charlotte, está leyendo un libro de Balzac. El libro, lo sabemos, es la lectura habitual y nocturna de Otto, un gran amigo de Eduard, el marido de Charlotte. Otto, lo sabemos, nos lo han dicho algunas palabras, pero sobre todo sus miradas, ama a Charlotte. Charlotte, pensamos, también ama a Otto, pero sus sentimientos son menos claros. En cualquier caso, al tener ese libro entre las manos, al estar leyéndolo, Charlotte, de algún modo, está mirando a Otto. Luego, Charlotte levanta la vista del libro y mira frente a ella. 

La mirada de Charlotte nos lleva a Ottilie. Es la sobrina de Charlotte. Eduard, el marido de Charlotte, se ha enamorado de ella y ella también se ha enamorado de Eduard. A estas alturas, ya todos lo saben. Ottilie está sentada en el suelo, recogida sobre sí misma, y escucha música. La música, claro, ya estaba ahí en el plano anterior, el de Charlotte. La música, como la habitación, es un espacio compartido. Están al mismo tiempo juntas y separadas en la música, juntas y separadas en la casa. Luego, Ottilie se mueve. Coge unos papeles que hay frente a ella y los mira. 

Su mirada nos lleva a esos papeles y entonces su mano pasa una página. Leemos el título: Danza de la muerte, de Strindberg. Todavía no lo sabemos pero, en realidad, al mirar ese texto, Ottilie está mirando a Charlotte, que pronto empezará a ensayar esa obra para interpretarla en el teatro. El plano siguiente, de hecho, será ya un ensayo. Cada plano va trayendo al siguiente, como si los planos se diesen la mano en una farandola. En un primer momento, lo que la danza de los planos parecía ir encadenando era a los cuatro personajes entre sí, entrelazándolos con miradas, palabras, escuchas, acciones, caricias y heridas. A estas alturas de la película, sin embargo, ha empezado una sucesión de elipsis que va acumulando giros de guion y de sentimientos. La danza de los planos se convierte en una danza de los tiempos, una inesperada aceleración en la que cada plano puede ser un salto a un tiempo nuevo, a una repentina complicación. Y esa danza nueva está a punto de transformarse, como anuncia el título de Strindberg, de danza del amor en danza de la muerte. 

Esta aceleración de la historia, pensé, me recuerda a esos momentos en los que estoy leyendo los últimos capítulos de una novela larga y desbordante, llena de giros, una novela como las de Balzac, como la que Charlotte tiene entre manos. A veces no sé si es la novela la que, al acercarse al desenlace, se va acelerando, o si es mi lectura la que, ávida por saber lo que va a pasar, se acelera, perdiendo un poco la música de las palabras por el ansia de los hechos. No quiero que la historia termine, no quiero dejar ese mundo y esos personajes a los que me he acostumbrado, con los que he pasado horas y horas, pero, al mismo tiempo, me doy una prisa un poco despiadada por conocer su final, por precipitarlos al último acto de su drama o de su felicidad. 

Pensé, también, que a veces esas películas que se llenan de giros se me vuelven monótonas y que, otras veces, me encandilan en la primera visión pero, al volver a verlas, siento que se desvanece parte del encanto, que el encanto venía de la incertidumbre un poco folletinesca de lo que va a pasar, un encanto que se perdía al no haber ya incertidumbre. Pensé: ¿me pasará con esta película? ¿O, al contrario, perdida la incertidumbre, me dejaré llevar con más gusto por la música de los planos, de las miradas y de los gestos? ¿Acaso no hay en la película un tiempo para cada sentimiento, una igualdad entre las palabras y los silencios, entre lo que avanza y lo que se detiene, lo visible y lo escondido, que la preservará del desencanto? 

Hay, también, algo más que baila con la historia y con los sentimientos: la luz. O, más bien, las luces y las sombras. De eso quería hablar al sentarme a escribir y, sin embargo, acabé dando todo este rodeo. Mirad de nuevo los dos fotogramas de la chica que escucha música. El disco se refleja en la tapa del tocadiscos, que está abierta. Además, la luz, no sé si al reflejarse en el disco, crea otra forma en la pared. Y esa forma, así como el reflejo del disco en la tapa del tocadiscos, aunque no lo podáis ver en estos fotogramas, se mueve, gira. Y hay, también, la luz en el rostro de ella cuando se inclina sobre los papeles. Hay momentos en la película en los que, aunque sepamos que la luz viene de una fuente externa y se refleja en el rostro de Ottilie, sentimos, sin embargo, irracionalmente, que la luz surge de ella. Hay, en particular, una larga escena, hermosa, de una tirada de tarot. En esa escena la luz, la intensidad de las miradas y la música convierten en destino lo que podría haber sido un juego. Otras veces es la sombra de un cuerpo pasando sobre otro el que nos cuenta parte de la historia. En esta película hay sombras que preceden a los cuerpos, sombras que los siguen y sombras que son el cuerpo todo, en ausencia. 

Hay. también, luces y sombras que parecen dibujar sobre el plano, sobre el mundo real de cuerpos y espacios, otro plano posible, otro espacio de luces y de sombras que desdibuja el mundo real y lo llena de presentimientos, de algo más, algo que podría ser interior a los personajes pero que los propios personajes no acaban de conocer del todo. O, al contrario, algo que siempre será externo a ellos, algo que existe en paralelo, presente e invisible. Como escribió Lezama Lima y muchas han citado: la luz, primer animal visible de lo invisible. Pensé: aunque al volverla a ver se haya agotado la incertidumbre de lo narrado, ¿no quedará la incertidumbre irresoluble de la luz, la incertidumbre de lo invisible visible? 

(Tarot, Rudolf Thome)

martes, 8 de julio de 2025

un brindis



Vamos a ver si consigo describirlo. Es uno de esos momentos que en la película apenas duran un instante pero que al intentar contarlos con palabras parecen complicados. Un momento, también, que no se puede evocar del todo en cuatro fotogramas. Un momento en el que cada fotograma cuenta. Esta es, diría, una de esas película en las que uno se alegra de que haya veinticuatro fotogramas por segundo.

Hay un hombre y una mujer. Están cenando y hablando del amor y del sexo. Hay una broma sobre una ducha fría que tendrían que tomar los dos juntos por la mañana. Entonces el hombre levanta su copa, proponiendo un brindis. La mujer coge su copa también. Primero la coge con la mano derecha y por el cuerpo, como él. Pero luego la coge con la mano izquierda, brevemente, para bajar su mano derecha y cogerla por el tallo, que debe de ser la mejor manera de brindar, la correcta o la elegante. Entonces, sin cambiar de plano, los dedos de la mano derecha de él, en primer término, sin que intervenga la mano izquierda, bajan para coger también la copa por el tallo. Y brindan. Y beben. Y sonríen. 

La película es, entre otras cosas, una fábula. Es, también, un juego que se permite tantear varios géneros y que tiene hasta una secuencia de karate. Eso, digamos, es la línea general, es algo que os podría contar yo en unas cuantas frases si nos encontrásemos por la calle. Y que os podría convencer, creo, de que esta es una película bastante simpática. Pero la película está también, y eso no os lo podría resumir, llena de detalles como los de estas copas cogidas por el talle. 

Con ese gesto sutil, ella ha reaccionado a una propuesta de él pero al mismo tiempo la ha corregido y le ha enseñado algo a él: para brindar, la copa se coge por el tallo. Y él, sin decir nada, sin que hayan aparecido siquiera sus ojos en plano, ha visto lo que ella le ha enseñado, lo ha asimilado, y ha bajado los dedos al tallo. Que el protagonista aprende algo de las siete mujeres con las que se encuentra es obvio. Con eso tendrá que ver, además, la resolución de la fábula. Pero lo que le da la vida a la película son momentos como este, los detalles que mantienen alerta nuestra atención y que, al mismo tiempo, nos están contando también la historia. 

En el fondo, los personajes también se mantienen alerta los unos respecto a los otros, leyéndose, enseñándose, aprendiendo. Nuestra atención, el placer que sentimos al fijarnos en los detalles, que pueden ser acciones, gestos o palabras, pero también una mirada que dura de más y que hace adivinar un sentimiento, nos hace ir en paralelo con la atención y el placer que sienten los personajes al vivir su historia. De ahí la sensación cordial, casi familiar, de la película. De alguna manera, a través de esa atención, la película nos acoge como una familia momentánea, como las siete mujeres acogen al protagonista.

Hay una primera simpatía de la película que tiene que ver con su línea general, con su tono de fábula y con sus audacias evidentes, al atreverse a tratar de temas serios y del mundo del dinero con ligereza. Pero hay, creo, una simpatía más profunda que nace de los detalles o, más bien, del equilibrio entre la audacia de la línea general y la atención a los detalles. Vemos a alguien arriesgarse y, al mismo tiempo, no perder la elegancia de disfrutar del camino. La lágrima final de un banquero no anula la emoción al mismo tiempo triste y feliz de Ati, la chica de pelo rizado, que hemos visto justo antes. La película contiene ambas, la lágrima cómica y la emoción sincera. La película, a esas alturas, ya se ha ganado nuestra confianza, nuestras ganas de que dé una voltereta más, de que pueda con todo y que, al mismo tiempo, todo parezca apenas un juego. 

(Sieben frauen, Rudolf Thome)

viernes, 2 de mayo de 2025

con el ruido

Ahí, en segundo término, hay un niño que grita. Anima a un hombre que intenta cruzar un puente. El hombre tiene un pie herido desde hace un tiempo. Estando en el baño, se le clavó una horquilla. Un accidente menor. Un incidente veraniego. El hombre cada día camina un poco con su pie herido. Hace cada día un trayecto más largo o más complicado. Lo hace un poco como técnica de rehabilitación, un poco como juego que comparte con dos niños y con esa mujer a la que también vemos en el plano, la propietaria de la horquilla que se le clavó en el pie. Ese juego es una de las cosas que ritman los días, algo a lo que ser fiel, una de esas costumbres de las vacaciones de verano que durante un tiempo parecen indispensables y de las que con el otoño ya sólo quedará, como mucho, el recuerdo.

El niño le grita al hombre. Por momentos lo hace como un hincha y por momentos lo hace como un comentarista deportivo. En cierto momento, comenta los nervios de la mujer que también anima al hombre. Al niño no se le escapa nada y además dice en voz alta lo que los otros preferirían mantener en secreto. Hay algo así en la película: cada personaje está siempre bajo la mirada de otros personajes y todo lo que hacen no tarda en convertirse en objeto de comentario. Nadie escapa. Los personajes, además, son un poco como esos hinchas deportivos que tienen mil opiniones sobre cómo deberían de jugar los otros, qué tácticas deberían de seguir, cuales son sus puntos fuertes y sus flaquezas. Tienen tendencia a ser expertos en vidas ajenas. 

Al oír los gritos de ánimo del niño, podemos pensar que es al mismo tiempo un apoyo y una presión para el hombre que cruza el puente. ¿No es siempre es un poco ambiguo el papel de los hinchas? ¿No es también un poco ambigua la tendencia a ocuparse de las vidas ajenas que tienen los personajes de esta película? Al mismo tiempo ayuda y obstáculo, solidaridad de grupo e imposibilidad de pensar y actuar a solas, con intimidad. 

En esta película hay mucho ruido. Gritos, canciones, ronquidos, quejas... Al poco de empezar, en la segunda secuencia, un grupo de excursionistas se ha instalado en el piso de abajo de un balneario. En el piso de arriba, el hombre que se va a herir el pie y otro huésped, un profesor con tendencia a la queja, comentan. El primero dice: qué grupo más alegre. El otro responde: ¿Eso te suena alegre? Para mí no es nada más que ruido. Y luego sigue, quejándose de lo poco respetuosos que son los grupos de excursionistas en general, que además de hacer ruido lo acaparan todo, incluidos a los masajistas. 

El ruido, pues, puede ser al mismo tiempo alegría y molestia. Más tarde, cuando los niños no puedan dormir por los ronquidos de su abuelo y del profesor, animarán a su abuelo a roncar más fuerte que el profesor, convirtiendo esos ronquidos en competición. Puestos a no dormir, mejor ver la cara alegre de la situación, mejor convertir la molestia en diversión. 

Así, la película avanza de eco en eco. Las situaciones, las bromas y los días parecen repetirse y son, sin embargo, diferentes. Es el tiempo de las vacaciones, que es excepcional, fuera de las rutinas del resto del año, y que, sin embargo, crea sus propias rutinas. Pero para un personaje el tiempo avanza de otra manera. Busca romper con su vida en la ciudad y no tiene lugar al que regresar. Algo sucede en su silencio. Algo que nadie oye. Algo que los niños están a punto de adivinar pero que, en el fondo, no pueden comprender. Algo que, por lo tanto, no pueden comentar, no pueden hacer visible a voz en grito. La película, de ruido en ruido, de día de verano en día de verano, llega a la soledad, al otoño, se desvanece en el silencio. Pero el silencio llega tarde. 

(Kanzashi, Hiroshi Shimizu)

domingo, 27 de abril de 2025

ver venir


Ahí, en la esquina del puente sobre el río, se separan cada mañana el padre y el hijo. El padre va a trabajar. El hijo va al colegio. El padre es ese hombre que mira al niño que se aleja. El hijo es ese niño con una bolsa en bandolera y la cabeza gacha. El niño se va al colegio con su pena, una pena que el padre ve y reconoce pero que no puede alcanzar. La madre del niño, hace unos meses, murió. El padre se ha vuelto a casar. La madrastra es buena. En esta película, todo el mundo es bueno o, al menos, bienintencionado. Y, sin embargo, al niño no se le acaba la pena. Algo bifurca entre él y los demás, como esa esquina del puente en la que cada mañana, por unas horas, se aleja de su padre para ir a ese otro mundo suyo, el colegio. 

El colegio y el trabajo. Separarse y reencontrarse. De eso están hechos los días de los personajes. El niño, además, tiene una paloma mensajera. La deja volar cada día, pero siempre acaba volviendo a casa. Esa paloma, lo sabremos luego, fue un regalo de su madre. La paloma vuela por el cielo junto con otras palomas, hasta volverse irreconocible en la lejanía, pero luego vuelve, se acerca de nuevo, única, individual. Con ella, cada día, el recuerdo de la madre se aleja y regresa. Verla irse. Arriesgarse a perderla. Confiar. Verla venir. Reencontrarse. 

Hay, también, otros acercamientos y otras distancias, que no son los que se repiten cada día. Movimientos lentos, que pueden llevar días, semanas, meses. Que a veces se truncan y se quedan en promesas perdidas. Esta película es, en realidad, la historia de uno de esos acercamientos lentos, dudosos, con sus pasos hacia delante y sus pasos hacia detrás. La emoción, en el cine, a menudo tiene que ver con eso: acercarse o alejarse. Cuerpos y corazones que, en los tiempos breves de un plano o de una secuencia, o en el tiempo largo de toda una película, se acercan o se alejan.

Esta película es la historia de un acercamiento y de una palabra que tiene que ser dicha. El final se ve venir. Más allá de los detalles (pero el cine nunca está más allá de los detalles), no podría haber otro final. Lo sabemos desde el principio. Lo hermoso es que, precisamente, vemos venir ese final, pero sin poder apresurarlo. Esta es una película sobre el meter prisa. Los personajes, repetidas veces, intentan forzar el ritmo de los sentimientos ajenos. Pero los sentimientos necesitan su tiempo. Y no es que el tiempo de los sentimientos sea necesariamente la lentitud, sino una mezcla de lentitud y velocidad, la lenta maduración de una palabra rápida, de un gesto veloz. Porque en esta historia, para que las cosas sucedan, para que el padre y la madrastra se conozcan, para que el niño y la madrastra ya no puedan separarse, hace falta paciencia, pero también hace falta una cierta brusquedad, un empujón oportuno. 

La película ve venir. No es tan fácil el ver venir. Hay que tener sentido del ritmo. Dejar que duren unas situaciones, hacer desaparecer otras en una elipsis. Saber cuándo son necesarias las repeticiones (de lugares, de ideas, de movimientos de cámara) y las insistencias (esta, ya lo he dicho, es una película sobre los riesgos y virtudes de la insistencia, y hay secuencias que no se cortan insistiendo, dando una y otra vez en el mismo clavo). Hay que saber, también, sorprender. Hay, por ejemplo, un momento en que el niño juega al escondite con la presencia imaginaria de su madrastra. El momento es tan bello e inesperado que casi olvidamos el resto de la historia y en qué película estamos. Por un momento, nos parece que podría pasar cualquier cosa. Pero, al poco, caemos de nuevo en el problema central, en el escondite real entre el niño y la madrastra. Hay, también, una secuencia con una violencia inesperada: la rabia del niño contra su hermanastra cuando esta ha dejado escapar a su paloma mensajera. El niño se abalanza sobre ella y la golpea sin parar. Y en esa secuencia hay, sobre todo, la reacción sorprendente de la madrastra, que se tapa los oídos, incapaz de reaccionar, incapaz de mover un dedo para separar al niño y la niña. Es uno de esos momentos que se le clavan a uno con su verdad, con la sensación de no haber visto eso antes en una película. No así. 

Vemos venir el final, sí, y la película es la historia de ese movimiento, de ese acercamiento entre el niño y la madrastra. Es, en cierto modo, la historia de una línea recta. El descubrimiento de todas las curvas, dudas y posibles rupturas que hay en toda línea recta si la miramos de cerca. Y es, también, la historia de un alejamiento. Para acercarse a su madrastra, el niño tiene que alejarse, al menos un poco, del recuerdo de su madre muerta. Vemos venir ese alejamiento, sentimos que no podría ser de otra manera, está entretejido de gestos y símbolos que podrían ser obvios (la foto de la madre, la paloma mensajera) y, sin embargo, nos emociona. Quizás sea porque reconocemos ahí una verdad. Quizás sea porque esa verdad llega, por momentos lenta, por momentos rápida, a su ritmo. Quizás en el cine la verdad de las cosas sea, ante todo, la verdad de su ritmo. 

(Imagen de una madre, Hiroshi Shimizu, 1959)

miércoles, 23 de abril de 2025

volvemos a primera

Una mujer llega a una casa. Trae una maleta. ¿Estaba vacía? Ya no lo recuerdo. Si estaba vacía, entonces la llena Luego se para. Como ausente. Como si de pronto se olvidase de todo. De lo que está haciendo pero quizás también de su propia identidad. Se queda plantada, inmóvil. Al mismo tiempo presente y ausente. ¿No os pasa a veces? Nos os quedéis así, como en un intervalo, y luego pensáis: ¿qué estaba haciendo yo? La mujer está así, parada, y mira a cámara. Y entra la música. Sentí que algo iba a empezar. Luego pensé: es como en un melodrama. Un melodrama perdido de Cottafavi. Una película en la cual al principio una mujer llegase a una casa. Todavía no sabríamos nada de ella. Se pondría a hacer la maleta para irse y, de pronto, se pararía y miraría a cámara. Pensaría: ¿cómo he llegado hasta aquí? Entonces empezaría un flashback que nos daría la respuesta, que nos contaría todo lo sucedido hasta llegar a esa decisión: hacer la maleta, irse. Pero no es un melodrama perdido de Cottafavi y no empieza ningún flashback. Nos quedamos ahí, en esa mirada sostenida de ella, al son de la música. Nos quedamos en ese momento de intervalo que parece prometernos otra cosa, que  podría llevarnos al inicio de una historia, y que, sin embargo, se prolonga. 

En esta película, hay apenas una casa, una mujer, un hombre, unas maletas y el campo.   Podemos imaginar que el campo está alrededor de la casa, aunque en realidad nunca se conectan realmente. (Y el último plano de la película es, inesperadamente, la puerta de una casa urbana.) A veces la mujer llega. A veces se va. A veces el hombre llega. A veces se va. Hacen maletas. Las deshacen. Una y otra vez se repiten esas situaciones. Las escenas, a veces, parecen el final de una historia. Pensé en una de esas películas y novelas en las que un personaje deja su casa, vive durante un tiempo una vida diferente, y finalmente regresa al hogar, regresa a su vida anterior, como si la historia hubiese apenas un intervalo en la realidad inmutable. Algo así como La fuga de Mr. Monde, por ejemplo. Otras veces, parece  las escenas parecen el inicio de una película. Pero uno de esos inicios en los que se siente que la historia ya empezó antes y que la película nos va a tener que desvelar un pasado.Ya lo dije antes: como si fuese a empezar un flashback. Están esos momentos en los que la cámara se detiene en un rostro, pero también esos otros momentos en los que la cámara se aleja del actor o de la actriz para encuadrar una ventana a través de la cual se ven los árboles. Es hermosa la precisión con la cual la cámara acompaña las acciones de la mujer o del hombre pero también sabe apartarse de ellos. Una cámara que sabe que hay algo más que los actores. O que sabe que, para sentir de veras lo que les sucede, hay que saber también alejarse ellos, ver lo que no ven. Quizás sea un movimiento entre lo cambiante (el hombre, la mujer) y lo que permanece (la casa, el campo). Una precisión, por otra parte, como de otro tiempo, de aquellos melodramas que sí tenían flashbacks, que nos enseñaban que todo presente estaba cargado de pasado. 

Digo que los actores llegan o se van pero eso no es del todo cierto. A veces es más complejo. A veces llegan para poder irse. Llegan para poder hacer la maleta que necesitan llevarse. Y, otras veces, parecen llegar pero inesperadamente se van. Una escena que nos parecía una llegada se convierte en una partida. Sucede, por ejemplo, con un coche que llega, aparca y, al cabo de un tiempo, se vuelve a ir. O, en otro momento, con el hombre que llega, abraza a la mujer y, a continuación, se va de casa con su maleta. Lo que parecía un abrazo de reconciliación era, en realidad, un abrazo de despedida. O quizás, en las dos situaciones, sea como en los rodajes, cuando un actor tiene que entrar en el plano como actor para poder irse de él como personaje. O tiene que irse de plano para poder entrar en él. Esa indicación que se oye a veces, justo antes de empezar una nueva toma: volvemos a primera. En el cine, los actores y actrices se pasan el tiempo volviendo a primera. Volviendo a empezar. Luego, al montar la película, eso desaparece. Y, así vista, la película podría ser, también, como la extraña proyección de los brutos de una escena, toma tras toma, vista en todas su variantes. Una escena de una película que nunca llegase a empezar o que siempre estuviese acabando, sin haber empezado nunca. 

Hay, entre los planos del campo (los planos de, por así decir, la “otra película”, la que sucede afuera), un plano de un campo que ha sido cosechado. Al cabo de un momento, la cámara se mueve y nos descubre que, justo al lado de ese campo terroso, hay todavía mies verde que se agita bellamente con el viento. En apenas un movimiento, se nos hace ver que dos tiempos, dos estados, coexisten. Luego, la cámara vuelve a moverse y vuelve a encuadrar el terreno ya cosechado. Ahora queda el recuerdo del verde y del viento y ya no lo vemos de la misma manera. Vemos la ausencia del verde que allí estuvo y que allí volverá a estar, cuando llegue de nuevo la primavera. Ese campo terroso, ¿es un principio o es un final? ¿Es una llegada o es una partida? ¿No son acaso las partidas el germen de una llegada y las llegadas el germen de una partida? ¿No son siempre, al mismo tiempo, un principio y un final? ¿No podría ser esta una película del “al mismo tiempo”? ¿Qué tiempo sería ese? 

En la película escuchamos, en off, repetidas veces, dos poemas en francés. La actriz y el actor, a veces, dicen una frase de esos poemas, como si de pronto apareciese en ellos, como una pregunta. Uno de los poemas habla, creo, de cómo uno siente que es otro al regresar a casa tras un viaje y cómo, al mismo tiempo, nada en la casa ha cambiado. Hay un verso hermoso e inquietante en el que se dice, más o menos, que el perro retoma su morir. Como si durante la ausencia del que ahora regresa el tiempo se hubiese detenido realmente, se hubiese colado en un intervalo. En otro momento, se habla del presente. Ya no lo recuerdo bien pero sé que pensé: ah, los personajes, en ese momento del regreso o del estar a punto de partir, están viviendo en el presente. Pero ese presente está siempre cargado de pasado o de futuro, está cargado del viaje realizado o del viaje por realizar. Aunque quizás sea en ese tiempo durante el cual se está todavía ahí, o de nuevo ahí, ese tiempo del intervalo, cuando llegamos a sentir un poquito de puro presente. Quizás el presente sea, bien mirado, algo más bien escaso. Algo que, de pronto, está ahí, justo antes de que empiece la historia, o cuando ya terminó.

(Sombra de viento, Frans van de Staak, 1986)

martes, 22 de abril de 2025

película de porcelana

 ¿Qué sucede aquí, en esta película? ¿Se puede decir que suceda algo? Sentimos que sí, que algo sucede, pero no lo podemos contar como se cuenta una historia. Estamos en un piso. Afuera, está la ciudad. A veces, por la ventana, vemos la calle y los árboles. Oímos, también, el sonido del tráfico. En el piso, hay una chica y hay un chico. La chica, al principio, moldea arcilla. Luego, la voz del chico le pregunta si está lista y ella entonces pregunta: ¿cuál es la primera frase? Luego se levanta y se va a una esquina del salón. La cámara retrocede, para que quede de cuerpo completo. Y ella empieza a actuar. O a recitar. De cuerpo completo, en la esquina del salón. Qué hermosa desnudez, qué fragilidad valiente, la de un cuerpo que de pie, solitario, ante la mirada de la cámara o ante la mirada de otra persona, recita. Hay que ver sus brazos un poco separados del cuerpo, sus manos un poco curvadas que no hayan refugio en ningún objeto, en ninguna acción. Los brazos, ahí, no saben cómo actuar. Es como si quisiesen desaparecer, ser invisibles. Y, sin embargo, están ahí, visibles. Los brazos, animal visible de lo invisible, hacen ver la emoción nerviosa de la actriz en ese tiempo que ya no es el tiempo normal, que es el tiempo de actuar, de estar ahí plenamente, de que todo, de alguna manera, cuente. 

El chico, de vez en cuando, le da indicaciones. Por momentos puede parecer que es el director. Por momentos puede parecer que es un amigo un poco implacable que la ayuda a memorizar su texto y sus acciones y que, al hacerlo, parece perturbarla más que ayudarla. No lo sabemos bien porque, en realidad, lo que en esta película sucede no es de ese orden, no es una ficción de ellos dos que tendrían también sus vidas de personaje. Simplemente, están, estuvieron, allí, al mismo tiempo que está, estuvo, la cámara. Dicen lo que dicen. Se mueven. Se paran. Y la cámara se mueve también, precisa. La película es, en realidad, un triángulo entre el chico, la chica y la cámara. La chica, a menudo, mira a la cámara. Recita para ella. Y la cámara, de alguna manera, tiene la misma seriedad aplicada de la chica y del chico. La cámara, a su manera, está tan desnuda como la chica cuando ella dice su texto sin nada entre las manos o cuando ella escucha música sin saber si ahí tiene que actuar o no actuar (¡mirad de nuevo sus manos, como las mira ella!). La cámara, la película misma, no tiene nada entre manos que le sirva de excusa. ¿Se puede hacer una película con esa desnudez? La película quizás no lo sepa. Avanza intentando averiguarlo. Se asoma al riesgo de no ser. Inventa las reglas que la  ponen en peligro. A la timidez decidida de la actriz, la película corresponde con su propia timidez decidida. 

Puede ser que no entendamos bien lo que cuenta la obra que la chica recita. Pero hay palabras y frases que se nos van quedando. Se nos queda, por ejemplo, recurrente, la palabra “porcelana”. Hay algo aislado en la porcelana que los humanos nunca podemos alcanzar, me parece que dice. Algo, quizás, que la porcelana guarda para sí misma. Me pregunto: ¿la porcelana, pienso, que los humanos hacemos, que los humanos hemos inventado, que los humanos con tanta facilidad podemos romper, guardaría para sí, sin embargo, algo que nunca podremos alcanzar? ¿Busca algo así el cineasta, hacer una película-porcelana que guarde para sí misma algo que ni él ni nosotros podremos alcanzar? Una película que podemos observar, que podemos coger con cuidado, que se nos puede romper si nos movemos con brusquedad. Una película, también, que nos invita a mirarla con el cuidado con el que manejamos la porcelana. Y ese cuidado cuando tenemos un objeto frágil entre las manos, ¿no trasmite también su fragilidad a nuestro propio cuerpo? ¿No nos da una conciencia de nosotros mismos, de nuestros movimientos, de nuestro estar ahí, que es como la conciencia un poco inquieta que la joven actriz tiene de su cuerpo? ¿No nos volvemos un poco porcelana, frágiles y sólidos a un tiempo, al llevar en las manos un jarrón delicado, al ver con atención una película que a la más mínima brusquedad podría romperse? 

Hay en la película, también, una vela. Una vela en un salón en pleno día. Una vela que no ilumina nada. La llama de la vela es, como todo aquí, frágil. Tiembla. Y, sin embargo, brilla. Por la belleza de brillar, se nos dice. En esa vela está, como símbolo, el amanecer. ¿Cómo puede estar el amanecer, aquello inmutable, inevitable, en esa llamita que de un soplo desaparecería? ¿Sería el amanecer tan frágil como esa llamita? Puede ser. ¿Acaso no se nos acaban a todos los amaneceres, tarde o temprano? Pero, además, hay otra llama más en la película. La chica, en un momento, vierte un líquido sobre un texto, quizás aquel mismo que está recitando, y le prende fuego. Vemos al texto consumirse y desaparecer. ¿No es también eso lo que hacen la actriz y la película? ¿No le prenden fuego a ese mismo texto de Wallace Stevens para hacerlo al mismo tiempo vivir y desaparecer, arder y consumirse? ¿No les sucede también a las películas que cada vez que son vistas arden y se consumen en el tiempo, en la mirada que, si está atenta, las hace arder y recibe, al mismo tiempo, su brillo? ¿Y no sucede eso, especialmente, con las películas que brillan por la belleza misma de brillar y que, al terminar, no se dejan ser contadas, permanecen inalcanzables como la porcelana en su interior? 

(Tejido poético, Frans van de Staak, 1999)

lunes, 21 de abril de 2025

en las nubes

Hay una mujer y un hombre. Están sentados en la hierba. Ella lleva gafas de sol y un vestido claro. Él lleva sombrero y bastón. Es ciego, pero lo intuye casi todo. Ha adivinado quién es ella, sin poder verla. Los dos se conocieron, hace unos diez años. Él se acerca a ella y hablan del pasado y del presente. Por unos minutos, allí, entre la hierba, en medio de ninguna parte, al borde de una carretera de montaña, nos van a parecer el centro del mundo. Y, al fin y al cabo, ¿por qué no estaría allí el centro del mundo? No hace falta estar en Tokio. Bastan las hierbas, una estela, el viento y dos personas que de veras se hablan para que, por un momento, nada sea más importante. Luego, ese centro del mundo se deshace. Esta película respira así: las escenas, las emociones y las relaciones se hacen y se deshacen. Hay una extraña tristeza en esa belleza que se forma y desaparece. Las escenas, aquí, son un poco como buscar figuras en las nubes: al principio no parecen nada más que nubes hasta que, de pronto, empezamos a ver una figura (un animal, un objeto, un país, lo que sea) pero esas figuras, una vez vistas, una vez formadas, no duran, el viento las deshace y las vemos desvanecerse sin darnos cuenta de que, mientras tanto, el viento ya ha estado formando las figuras siguientes. 

En esta escena hay una mujer y un hombre, decía, pero no son los protagonistas. Aquí no hay protagonistas, esta es una película sobre un grupo azaroso. Mujeres y hombres viajan en un autobús destartalado. Viajan por las colinas entre dos pueblos que nunca veremos. Es un viaje sin partida ni llegada. Este grupo de circunstancias poco a poco se irá deshaciendo. Y, dentro de ese grupo, se anudan escenas, a veces de a dos personajes, a veces de a tres, a veces más. Cada una de esas escenas podría parecer el drama clave de la historia y, sin embargo, ninguna llega a tener continuidad. La escena más coral, aquella que en otra película podría haber sido el clímax de la historia, una escena al mismo tiempo épica y cotidiana, aquí sucede al final del primer cuarto. No se entiende muy bien el porqué de ese hermoso esfuerzo que desplaza al autobús de ninguna parte a ninguna parte. O que, simplemente, lo desplaza a un lugar más bello y despejado, pero igualmente solitario. 

Esa escena épica y banal, hermosa y quizás absurda, conduce a la película a un punto muerto. La mayor parte de la película sucede tras esa escena. Esta es, claramente, una película sobre el después. Una película de posguerra. Los gestos de amabilidad y de amargura se suceden. Los gestos son al mismo tiempo reveladores y casi insignificantes. No sabemos bien si una chaqueta regalada o unos billetes entregados a un niño cambiarán algo. Quizás sí. Pero también pueden ser como esos cigarrillos que el niño regala al conductor. Esos cigarrillos darán lugar a un fugaz momento compartido que, en realidad, sólo será compartido a medias, porque no hay cigarrillos para todos. Y la cajetilla, arrugada, quedará al borde de la carretera. O los gestos pueden ser como los de ese antiguo comandante que va de tumba en tumba de los soldados a los que mandó a la muerte. ¿Qué sucede, en realidad, cuando visitamos una tumba? 

Los gestos son movimientos pequeños y claros. Mientras, otra cosa, más grande, se mueve, o se ha movido, lentamente. Es como mirar el paisaje por la ventanilla del tren. Lo cercano parece moverse con velocidad y lo lejano parece inmóvil. Lo mismo pasa en esos planos en los que la mujer y el hombre hablan sentados al borde de la carretera. El viento mueve las hierbas alrededor de ellos y, al mismo tiempo, vemos una nubes casi inmóviles en la lejanía. ¿Hay una verdad del viento? ¿Cuál sería? ¿El rápido vibrar de las hierbas cercanas o el lento movimiento de las nubes lejanas? ¿El rápido vibrar de una chaqueta regalada o el lento movimiento de unas vidas que parecen destinadas a no poder cambiar?

(Mañana estará despejado, Hiroshi Shimizu, 1948)