lunes, 30 de septiembre de 2024

espiar es aprender


Chica no cuentes a nadie
lo que haces en tu cuarto después de merendar
El niño gusano

Esta noche soñé que escribía un texto sobre esta película y ahora, despierto, al intentar escribirlo, no sé cómo empezar, quizás porque el texto que soñé, el texto que quería escribir ya antes de dormirme, antes de soñarlo, era un texto de la noche, no un texto del día. Era un texto sobre lo que pasa en la soledad de la noche, en la soledad de un cuarto. Quería escribir sobre el plano, visto a través de una ventana, en el que Lucien juega con los vestidos de la que fuese su patrona. Quería hablar de ese momento solitario e íntimo de Lucien, tan frágil, que no debería de ser visto por nadie y que sin embargo Isabelle, por la ventana, ve. Isabelle ha subido hasta el cuarto en el que duerme Pascal para destaparlo y ver su cuerpo desnudo. Luego Isabelle ha bajado, ha salido de la casa y se ha sentado en su silla de ruedas a la luz azul de la luna, al son de los grillos, a llenarse, feliz, de la inmensidad de la noche. Entonces, una luz se ha encendido junto a ella y ella se ha acercado rodando a ver qué pasa del otro lado de esa ventana iluminada. Allí, Lucien (que fuera actor pero que lleva años sirviendo en esa casa, a donde llegó cuando la dueña, abuela de Isabelle, ahora muerta, se retiró del teatro) se ha puesto una peluca que disimula su calvicie y, rodeado por fotos de la época de actriz de la abuela, se mira sosteniendo sobre su cuerpo uno de los vestidos blancos y ligeros de la antigua actriz. Isabelle, que a escondidas ha ido a espiar a Pascal, que podría haber sido sorprendida en su escapada nocturna, en su felicidad inconfesable, descubre ahora otra felicidad oculta, otra ensoñación privada, la de Lucien. En esta película se habla mucho de la soledad en la que cada uno vive, con dureza, pero está también esta otra soledad de la ensoñación, la soledad de lo que sucede en un cuarto cuando uno se cree a solas, tan a solas como se está en la imaginación. No es la primera vez que Isabelle espía una intimidad como esta, ya vio a Annie que en la soledad de su cuarto, desnuda, miraba un libro de fotografías en blanco y negro y luego ponía en su tocadiscos una cantata de Bach y, envuelta en la música, o elevada por ella, acariciaba su cuerpo y se masturbaba. En esa noche, Annie, involuntariamente, le daba a Isabelle una lección que complementaba a las lecciones que voluntariamente le daba durante el día: aprender a escuchar y a sentir, a respirar, a abandonar las tensiones del cuerpo. En esa noche se abría una de las líneas narrativas de la película, que se desarrolla más tarde no en relación con Annie sino en relación con el hermano de Annie, Pascal: el descubrimiento del sexo por parte de Isabelle. Esa noche en la que Isabelle espía a Annie tiene, por lo tanto, una función evidente en la lógica implacable de la película, que por momentos podría parecer hecha para ser vista y desmenuzada en una pizarra (¡las pizarras en Brisseau!), como los poemas de Prévert y de Baudelaire que Annie le hace analizar a Isabelle, esos poemas que siempre parecen balancearse entre violencia y resignación, o entre desgarro y calma. Annie le pide a Isabelle que le justifique sus explicaciones, señalando las palabras que crean ese sentido. La película, en cierto modo, invita a ser vista así. Es un largo aprendizaje, a veces explícito, a veces implícito. Es, como los poemas, un aprendizaje contradictorio, quizás imposible de unificar. Al espionaje nocturno del sexo le podría responder, más adelante, otra entrada a escondidas en un cuarto, cuando Isabelle entra en la habitación de su padre, ausente, y allí ve las fotos en la pizarra (¡de nuevo la pizarra!) que le llevarán a comprender que su padre es un asesino. La pizarra que permite descifrar un poema y comprenderlo es también la pizarra que, en una lista de nombres, cree descubrir un mensaje divino. Los mismos gestos y las mismas lógicas que conducen al conocimiento, conducen a la locura. El cuarto de Annie era el cuarto del sexo (prolongado en el cuarto de Pascal) y el cuarto del padre es el cuarto de la locura y de la muerte. Y, entre medias, ¿qué es el cuarto de Lucien? El cuarto de Lucien es visto en apenas un plano, el sentimiento que trae es el más fugaz, el más discreto de la película, quizás también el más inesperado. Con el plano de Lucien sentimos, creo, ternura. Ternura ante su soledad y ante sus sueños. Más tarde, habrá una escena breve entre Lucien e Isabelle que acabará con ella apoyando su cabeza en el hombro de él, en un gesto de amor sin deseo ni temor. Y en realidad aquello que hace entrar a Isabelle en el cuarto de su padre es un gesto de ternura, la voluntad de dejar una florecita bajo su almohada. En cierto modo, el cuarto de Annie le desvelaba a Isabelle que quizás estaba sola con su deseo, pero que su deseo no era algo único, que en los demás también había ese deseo y esa soledad, y el cuarto del padre le desvela que no es la única que vive amenazada por la locura. Quizás el cuarto de Lucien le descubra que no es la única que sueña, que no es la única necesitada de creer en imposibles. Isabelle, en cada cuarto, espía soledades, espía fragilidades, y, al descubrir esas soledades, empieza a estar, en el fondo, menos sola. Lo cual ayuda a vivir y, al mismo tiempo, puede ser terrible. Si ya no estamos solos, entonces los otros nos importan, entonces lo que les sucede, el mal que hagan, nos importa, nos duele. Sólo en el instante final, cuando el contacto ya no es posible, no en este mundo, es cuando su padre le tiende la mano, cuando ella le tiende la mano. El cuarto del padre es el cuarto de la muerte y el cuarto del amor, de la presencia y de la ausencia, de la soledad y de la mano tendida. 
(Un jeu brutal, Jean-Claude Brisseau)

jueves, 5 de septiembre de 2024

¡Otro error!

Si tienen ustedes mi libro sobre Ozu, me temo que en el capítulo sobre Sanma no aji hay un error de bulto. ¡Y bien visible! Escribo que en el plano final el personaje bebe té y ahora, al volver a ver la película, me parece mucho más probable que lo que esté bebiendo sea agua. Así que todas las veces que en el texto pone “té” (¡y lo pone en el título del capítulo! ¡ya le podía haber puesto otro título!), tendría que poner “agua”.  ¡Cojan un lápiz y corríjanlo! Quedaría así: 

DEL AGUA

Es un señor con bigote, traje y sonrisa. Está apoyado en la barra de un bar. Tras él hay un vaso, medio lleno. Delante de él hay otro vaso, medio vacío. Lo que hay en los vasos quizás sea whisky. Al fondo hay algo, un grifo de verdad o de adorno, en el que pone eso: whisky. También hay dos platitos de aperitivo y, en la pared, un calendario que parece también la publicidad de algún alcohol. Pero lo que nos importa es este señor de bigote y sonrisa. Trabaja de jefe en la oficina de una fábrica. Es una fábrica que no sabemos qué fabrica, aparte de humo. Por la ventana de la oficina se ve eso: humo, mucho humo. El humo es una cosa seria. El humo es una cosa industriosa. Esta noche, de casualidad en casualidad,  este hombre ha acabado en un bar con un mecánico que en otro tiempo fue soldado suyo. Este señor sonriente y con bigote resulta que en otro tiempo, durante la guerra, fue capitán de un barco. Es extraño verle así, sonriente y un poco despistado, y pensar que alguna vez estuvo al mando de un barco hecho para matar. Es extraño en esta película ver a los personajes y pensar que ahí, hace no tanto, estuvo la guerra. Que esas calles fueron, quizás, ruinas de guerra. Los vemos en un presente hecho de problemas para casar a una hija o para comprar una nevera y de vez en cuando alguna palabra nos recuerda los bombardeos, nos recuerda las evacuaciones. Hablan, por ejemplo, del tiempo en el que una mujer que siempre vestía kimono se tuvo que acabar poniendo los pantalones de su marido para huir mejor. Es extraño ese pasado que casi no se puede adivinar, pero que está ahí, escondido tras el presente. En realidad la película nos cuenta apenas unos días de principios de los sesenta pero nos cuenta también cuarenta años de vida. La historia de unos días le basta para darnos también la profundidad del tiempo que ha pasado y que se nota que ha pasado. Lo sentimos ahí, en este bar. Lo sentimos también cuando este señor se reúne con dos amigos de juventud y los tres se dedican a comer, beber, recordar y hacer chistes más o menos malos. Lo vemos también en un viejo profesor de esos tres amigos. La vida de ese profesor está marcada por algo que podría haber sido y que no fue. Debió dejar que su hija se casase. No lo hizo. Ahora ella es una solterona que vive con él. Ya nunca se casará. Sólo dejará de vivir en función de su padre cuando él muera. Entonces será demasiado tarde para ella, para que se pueda construir una vida propia. A veces no pasan las cosas que tenían que haber pasado. No pasan cosas como la boda de esa mujer. Son cosas de las decisiones y también son cosas del azar. Lo que pudo ser y no fue es otra profundidad del tiempo. La intuición de otros tiempos posibles que no llegaron a existir. De eso van a hablar ahora, dentro de un momento, aquí, acodados a la barra de este bar, frente a vasos de whisky y platitos de aperitivos. Ahora, justo ahora, están escuchando un disco. Resulta que el actual mecánico, antiguo soldado, a menudo escucha una vieja marcha militar. Es, entendemos, la música que escuchaban en tiempos de guerra por la radio, antes de los partes. La dueña del bar, por darle el gusto, ha puesto el disco. Por eso está el antiguo oficial con la mano delante de la cara. Es un gesto que así, sin gorra ni contexto, quizás no se puede adivinar. Es un saludo militar. Un saludo que si se le quita la gorra no se entiende y resulta un poco ridículo. Así están todos, con la mano delante de la cara. También la dueña del bar que, por cierto, resulta que se podría parecer a la difunta esposa del antiguo oficial. Sobre todo si la ves de lejos. Sobre todo si ella está mirando hacia abajo y solo te fijas en una parte indeterminada del cuello. Lo dice el antiguo oficial. Algo sabrá él de cómo era su esposa. Es una manera graciosa de pedirnos que imaginemos el pasado. Que imaginemos lo que nunca vemos ni veremos ya. Nos resulta imposible. Poco se puede imaginar a partir de un poquito de cuello. Además, la mujer tiene una cara un poco graciosa, una cara que nos cuesta pegar con lo que creíamos adivinar de ese pasado dramático. No, no podemos imaginarlo. El pasado está allí y podemos sentir su espesor pero no podemos revivirlo. Tampoco podemos saber lo que pudo haber sido y no fue. Antes de poner la canción y de ponerse la mano delante de la cara, antes de desfilar un poco, desfilar de broma, el antiguo soldado se ha preguntado cómo es que perdieron la guerra. Ninguno de los dos tiene respuesta. Sucedió, simplemente. También se han preguntado cómo habría sido si la hubiesen ganado. Dicen: en vez de jóvenes japoneses bailando rock habría habido jóvenes americanos tocando el shamisen. También dicen: quizás estuvo bien que no ganásemos la guerra. La verdad es que es gracioso oír todo eso y también es un poco triste. Es como si la guerra nunca hubiese tenido lugar. Sin embargo tuvo lugar. Dan ganas de preguntarse no qué habría pasado si Japón hubiese ganado la guerra sino simplemente qué habría pasado si no hubiese habido guerra. En esta película nos hacemos preguntas así. Preguntas sobre lo que bifurca. Sobre lo sucedido y lo no sucedido. La película va de eso. De lo que podría hacer o haber hecho que el mundo, o al menos unas pocas vidas, fuesen diferentes. Los personajes piensan mucho en esas cosas. No sólo cuando están borrachos y recuerdan la guerra. También está ese viejo profesor que lamenta el momento en el que pudo haber casado a su hija y no lo hizo. También está la hija del antiguo oficial. De ella todavía no hemos hablado y es lo más importante. Al final ella se casa con quien se casa y no con otro hombre porque alguna pregunta se hizo demasiado tarde, porque otras se dejaron sin responder. No sólo cuando han bebido piensan en lo que pudo haber sido y no fue, pero un poco sí. En realidad casi siempre están bebiendo. Antes y después de pensarlo. Una vez pensado el asunto sólo queda beber y quizás llorar. Sobre todo bebe el antiguo oficial. Casi todas las noches le vemos volver a casa borracho. Hay que ver lo que aguanta. Aunque bien visto se le acaba por doblar un poco la espalda y el alcohol le da sed. Al final de la película bebe agua. No sabemos si es simplemente por hacer algo. Por no llorar. Por dejar de llorar. O si es para hacer pasar un poco el alcohol. Quizás sea un acto reflejo en un momento de tristeza. Un acto reflejo que quizás sirva para que a la mañana siguiente le duela un poco menos la cabeza. Para que le pese un poco menos la resaca. Para que no tenga que hacerse preguntas sobre la noche anterior. Como si el alcohol pudiese borrar los días pasados y el agua pudiese borrar el alcohol bebido. Como si jugando con el alcohol y el agua se pudiese evitar pensar cómo habría sido todo si las cosas, ayer, siempre, hubiesen sido, de alguna manera, diferentes. 

***

Por lo demás, al volver a verla me asombró aún más lo mucho que beben en la película. Realmente es el motivo principal de la película. Se podría hacer la lista: sake, cerveza, whisky… (¡Quizás yo me equivoqué en mi texto porque ver tanta bebida se me subió a la cabeza!) Y lo que se bebe en cada momento probablemente tiene su sentido, define la situación o a los personajes. (Es muy gracioso Koichi, en el momento en que habla con Miura, indagando si podría ser un marido para su hermana, y en vez de ir al tema, como están bebiendo cerveza, le pregunta si acostumbra a beber. Es una pregunta como de pretender ser serio en su cometido pero no saber muy bien cómo hacerlo. O quizás podamos verlo como un eco a la tendencia a beber de más del padre. ¿Busca para su hermana un marido que no sea como su padre?). 

Hay otro motivo secundario respecto al del alcohol, aunque también muy importante. Es el dinero. La película, por un momento, toma un desvío en el que el dinero está, diría, más presente que el alcohol, con la pequeña intriga en torno a los palos de golf que Koichi quiere comprar. Pero en realidad ese motivo no es tan ajeno a los otros dos motivos principales, el alcohol y el matrimonio (que es el motivo que se desarrolla como trama).  Por ejemplo la borrachera con el antiguo profesor, el Calabaza, tiene su contraparte monetaria, primero en la cena misma, donde claramente él no tiene la capacidad económica que tienen sus antiguos alumnos, lo cual se manifiesta en su asombro al comer anguila y en el whisky que se lleva de regalo, y segundo en la colecta que harán los antiguos alumnos y que Hirayama le llevará en un sobre. El sobre con el dinero también aparece relacionado con el matrimonio, cuando Hirayama prepara un sobre como regalo para una empleada que se va de la empresa porque se casa. (Y pensé muy de pasada que esta última película de Ozu era una película de sobres con dinero, como la última película de Naruse, otra de las películas más bellas del mundo mundial.) Quizás en Ozu se perciba más claramente que en otros cineastas hasta qué punto estos motivos principales, que son ideas de guión, son también forma. Hay un aparecer y desaparecer de los motivos, una manera de alternarse por momentos, de juntarse en otros, de aparecer y desaparecer, que es como un baile del que no acabamos de darnos cuenta mientras vemos la película pero que, inconscientemente, nos causa placer. 

También pensé que, contrariamente a Banshun y a Akibiyori, que se podrían parecer por la situación de la hija que no quiere casarse por no abandonar al padre viudo o a la madre viuda, aquí ese tema apenas está apuntado y no se convierte en un climax emocional o de sentido, como el que había en las otras dos en los viajes de la hija con el padre o con la madre, y la escena en la que se explican. De hecho me pregunto ahora si en esta película hay alguna secuencia que pudiese ser el equivalente, una secuencia en la que de pronto se dice lo no dicho hasta entonces, y diría que no. Me pregunto si no es una película sin centro. Es hermoso lo breve que es el intercambio justo antes de la boda, cuando la hija ya está vestida de novia. Van a hablar pero se comprenden y no lo hacen. Comunican tan bien que comunican en silencio, sin que sea dicho para nosotros, o quizás nosotros comprendemos tan bien como ellos y tampoco necesitamos que nada sea dicho. Es hermoso llegar a una escena en la que por fin se habla pero es al menos igual de hermoso llegar a una escena en la que se comprende que no es necesario hablar. El corazón está ahí, en un silencio. 

Y también pensé, o sentí, que era una película con una luz muy bella. (Quizás lo que se me subió a la cabeza no fue el alcohol que beben los personajes sino la belleza de la luz en la viven.) Hay que ver cómo se dibujan las sombras y las luces en esta película, a veces tras los personajes, a veces sobre ellos. Dibujan líneas que no son rectas, perspectivas que contradicen la perspectiva sólida de las paredes, que a veces se acentúan aún más con los espejos. Pero eso quizás habría que hablarlo en otro momento, con más calma. 

Oh, bueno, no puedo evitarlo, dos detalles más: el gesto de Michiko tocándose el pelo, después de que su padre haya ido a su habitación a hablar con ella y las pelotas de golf en el suelo de la casa de Horie, hacia el final, que nos recuerdan la pequeña intriga de los palos de golf de Koichi y al mismo tiempo son como la versión casual, trivial, de las piedras en un jardín zen. Al mismo tiempo gravedad y trivialidad, drama y gracia. ¿No es eso también lo que pasa en ese bar al que va Hirayama? El viejo himno militar suena a tragedia y a farsa al mismo tiempo, sin que se sepa muy bien dónde acaba una, dónde empieza otra. 


martes, 30 de julio de 2024

la sorpresa del silencio

Ella, Tina (el personaje), Guadalupe G. Güemes (la actriz), está cerrando la puerta de un armario. Cuando la puerta se cierre, no oiremos nada. La secuencia es muda. Silenciosa. Esta es una película hecha con medios amateur, en la segunda mitad de los sesenta. Para un cineasta de esa época, el sonido es un problema. Dificultad del sonido directo o del sonido post-sincronizado. En esta película diría que hay varios tipos de sonido y, en general, al cineasta le toca elegir uno de ellos. No pueden coexistir. Hay momentos dialogados, en los que oímos las voces. Hay momentos en los que oímos sonido ambiente, por ejemplo sonido de calle. Hay momentos en los que oímos música. Y luego hay momentos en los que no oímos nada. Cuando el novio de Tina espera impaciente a un amigo en la calle, por ejemplo. Y esta secuencia cotidiana de Tina y su novio, tras pasar, intuimos, una noche juntos, levantándose, lavándose, vistiéndose, mientras la cámara los acompaña, libre e íntima. Se puede pensar, claro, que si no hay sonido es por falta de medios. Pero el caso es que, en ese silencio, hay una emoción. El cineasta elige, además, mostrarnos algunas acciones en las que, precisamente, se siente la ausencia del sonido, se siente el silencio, por ejemplo el momento en el que el novio de Tina utiliza un secador de pelo. Sea cual sea la razón, el silencio se oye, el silencio nos llega. Se nos ha olvidado, creo, que esto es una posibilidad del cine sonoro: la repentina ausencia total de sonido. El cine sonoro ha inventado el silencio, escribió Bresson, pero en Bresson ese silencio nunca es, creo, el cortar todo sonido. Aquí el silencio, en cierto modo, hace aún más íntima y cotidiana esa mañana, ese momento en el que Tina y su novio viven, comparten tiempo y espacio, yendo y viniendo, cada cual a lo suyo. Es como si fuese algo más, algo que no es del todo la historia que nos están contando, su parte legañosa. Aquella que normalmente queda fuera de la película, apareciendo aquí en estado bruto, como rescatada a última hora de los descartes de montaje. Aquella parte de la vida de una pareja que es simplemente estar en el mismo tiempo y espacio, mientras la historia no pasa. El efecto podría ser lo opuesto a aquellos momentos en la versión parcialmente sonorizada de Lonesome de Pal Fejos,  en los que los personajes, en una película muda, de pronto hablan, se hablan, como si el amor fuese eso, palabras frágiles que surgen en el silencio, que surgen como si se hablase por primera vez. Aquí, en Fin de un invierno, lo que emerge como si lo desconociésemos es el silencio. Como si el amor, pasadas esas primeras palabras, también fuese eso, esa parte casi inconsciente de la vida, esa parte que no se cuenta, que no se vive como si pudiese contarse. Y es extraño que, tras esta secuencia, en la siguiente, Tina y su novio se encuentren en la calle y se digan "hola", como si ese momento de silencio no contase. O como si hubiesen olvidado ese tiempo de silencio. Pero para nosotros, espectadores de la película, es como si tuviesen tres modos de estar juntos, aquel del silencio, aquel de la palabra y aquel de la música. ¿Y no es eso cierto? ¿No vivimos yendo y viniendo entre esos tres modos? ¿No nos hace la película sensibles a esos tres momentos? ¿No nos sorprende con aquello que, en el fondo, sólo el cine sonoro puede darnos, la sorpresa, terrenal e irreal, discreta y melancólica, del silencio puro? 

(Fin de un invierno, Paulino Viota)

viernes, 5 de julio de 2024

las florecillas de Antonio

Unas manos, unas florecillas, un refresco con pajita, el fondo claro de una barra de cafetería, y la luz sobre todo eso, la luz clara del día que se siente mejor al estar recortada por las sombras de la ventana. Este es uno de esos planos que así, aislados, no recuerdan la emoción que se siente al verlos en la película. Quizás emociona en relación al resto, por el contraste de su sencillez y claridad con la oscuridad que lo rodea. Es un plano aparentemente tan poca cosa como esas florecillas que ha cogido el chico. Pero unas florecillas que se ofrecen nunca son unas florecillas sin más, son un gesto en un mundo concreto, pueden decir más que mil rosas. Ese plano y esas florecillas cuentan todo un amor que intenta sobrevivir entre el asfalto y la violencia. Y lo cuentan, también, por su sencillez. 
Se podría pensar que en esta película de amor contrariado los enamorados están poco desarrollados pero, ¿cuál es realmente el lugar de ese amor contrariado en la película? ¿No es, más bien, una película sobre la violencia, sobre una violencia imparable, dura, sin esperanza, ciega hasta al amor más evidente? No una película sobre el amor rodeado por la violencia sino una película sobre la violencia en cuyo centro florece, frágil, un amor. Tony y Tye no necesitan desarrollo. Son la evidencia. La evidencia que nadie ve. Le evidencia condensada, clara, sin rodeos, como este plano con sus florecillas, que podría ser un plano de cine mudo, como toda la película podría ser, en realidad, una película de cine mudo, en sus momentos de oscuridad y en sus breves momentos luminosos. Entre los enamorados hay pocas palabras porque ya unas florecillas, un baile, el hecho improbable de que él encuentre el balcón de ella en la ciudad, una manera de tocarse en un lúgubre piso abandonado, lo cuentan todo. A la inocencia se llega por el camino más directo pero ese camino es difícil de encontrar, como es difícil fijarse en las florecillas entre el asfalto. Es un camino que hay que crear con los toques justos, es un arte de la condensación y de la velocidad, crear planos fugaces que, sin embargo, puedan contener en un instante la promesa de toda una vida, de todo un mundo diferente, más bello, más habitable. Momentos breves que sin embargo crean un vacío en el corazón de todos esos momentos más oscuros y violentos que los rodean, que hacen sentir la terrible nada que hay en la inacabable sucesión de provocaciones, venganzas y ajustes de cuentas. Todo eso pueden unas florecillas. Todo lo pueden, menos sobrevivir.  

(China Girl, Abel Ferrara)

la mirada ausente

Cuando uno dice que lee algo en una mirada, ¿dónde sucede eso que cree leer? ¿Es en los ojos (ahí, con los dos puntos blancos de luz) o es en otro lugar del rostro (la boca, los músculos, la inclinación)? De todas maneras, ¿se puede estar seguro de haber leído algo en una mirada? Las miradas hablan, sí, pero en un idioma que no podemos entender del todo, un idioma en el que siempre hay más de un sentido, un idioma que requeriría una infinita paciencia para descifrarlo, para desplegar sus posibilidades, si eso fuese posible, si las miradas no fuesen, por otra parte, algo tan cambiante, algo tan fugaz. 
Hay miradas, a veces, que parece perdidas hacia ninguna parte. Otras que parecen perdidas hacia dentro, un adentro que también es ninguna parte, un adentro que podemos imaginar como un paisaje desolado, como un lugar inmóvil. Nunca distingo bien una mirada perdida hacia afuera de una mirada perdida hacia adentro. Quizás no hay diferencia. Quizás lo que importa es que están perdidas, que ya no están en el ahí y ahora que las rodea, en lo cercano, sino que se han perdido en algo antiguo o eterno, algo que las sobrepasa. 
Abel Ferrara dijo, en alguna entrevista, que lo importante en el cine son lo ojos. En el teatro no ves los ojos. En el cine los ves y ahí es donde sucede lo que de veras importa. Se trata de ver los ojos. En los ojos están las conexiones, en los ojos están las emociones. Pero, diría yo, siempre hay, en las películas de Ferrara, momentos en los que esos ojos pierden la mirada, momentos en los que la mirada se vacía (ojos de vampiro de Christopher Walken, ojos doblemente mudos de Zoe Lund). ¿Es eso lo que busca? Las emociones, sí, el contacto, pero también ese momento en el que los ojos se vacían, ojos de un ya muerto, de un regresado de entre los muertos, que ha visto algo del otro lado (¿serán, de otra manera, como los ojos ciegos de los muertos vivientes de Fulci?). Con toda la agitación y la violencia de sus películas, quizás su centro esté ahí, en esas miradas vacías, en esa calma del centro del huracán (ese centro al que se llama "ojo"). 
En el centro de la fiesta 
está el vacío.
Pero en el centro del vacío 
hay otra fiesta.
Una fiesta a la que preferiríamos no estar invitados. 

(China Girl, Abel Ferrara. Y parte de un poema de Roberto Juarroz.)

lunes, 8 de abril de 2024

un animal con mil caras

Creo que no me dará tiempo a escribirlo bien pero quería apuntar:

Hay un hombre maduro y otro más joven. Los dos van de traje gris, camisa blanca, corbata negra. El hombre maduro parece, más o menos, tranquilo. El hombre joven parece, con su espalda un poco encorvada, su mirada por lo bajo, sus manos en el borde de la barra, incómodo. Y lo está. Tiene mucha gracia su manera de estar incómodo y de intentar disimularlo. Resulta que su jefe en la oficina, el hombre maduro, le ha llevado a un bar de Ginza. Al hombre maduro le traen allí los asuntos de un amigo, de los que ha prometido ocuparse, y nunca antes había estado en ese bar. El hombre joven, en cambio, es un habitual del bar, pero no quiere que su jefe lo sepa. La dueña del bar va a chinchar al hombre joven diciéndole que está muy raro, sin nada del desenfado que acostumbra a tener en ese bar. Ese pequeño mundo donde él es un joven  desenfadado que bebe y se divierte en un bar es un mundo en el que nunca debería de haber entrado el jefe. Vivimos mundos que, de alguna manera, esperamos que nunca se crucen, y en cada mundo tenemos una personalidad diferente. Quizás algunas de esas personalidades sean más auténticas que otras, quizás todas sean igual de auténticas, quizás seamos ese mosaico o esa figura geométrica con varias caras que nadie verá nunca completa. 

La historia del pobre empleado que no quiere que su jefe conozca su cara desenfadada no es para nada una historia central en la película. Es una de esas cosas que de pronto aparecen, que se van desarrollando puntualmente, que ni siquiera necesitan resolverse, y que parecen ser, simplemente, un contrapunto a otras historias más importantes. La historia principal es la del hombre maduro y el conflicto que tiene con su hija mayor, que quiere casarse con quien ella, y no su padre, decida. Pero el caso es que recordé esta escena del empleado un poco más adelante en la película, viendo y escuchando una escena de esa historia principal. En esa escena, la hija menor del hombre maduro le cuenta lo cariñosos que estaban la hija mayor y su novio mientras ella les ayudaba a hacer maletas, pues el novio se traslada a otra ciudad por motivos de trabajo. Ese cariño entre la hija mayor y el novio, esa ligereza, es algo que no vemos en la película (la única vez que la vemos a ella en casa del novio es en un momento de crisis), y es algo que el padre quizás nunca llegue a ver. Algo que, en cualquier caso, en lo que dura la película nunca ve. Porque hay caras de una hija que un padre nunca verá. La mirada del padre, como la mirada del jefe, excluye cierta ligereza, cierto desenfado, cierta libertad. 

En otro momento de la película, el hombre maduro va a una reunión de antiguos alumnos en la que beben y cantan canciones de tema guerrero y también canciones melancólicas. Y pensé que la manera de ser de esos hombres maduros entre ellos es algo que sus hijas, sus hijos y sus mujeres nunca verán. Pensé que había algo que recordaba a una reunión de viejos soldados, aunque no me quedó claro si lo fueron durante la guerra, poco más de una década antes. Son vulnerables de una manera que quizás sólo puede aparecer ahí, al calor del alcohol y del compañerismo. 

La mujer del hombre maduro, por su parte, también tiene sus momentos de soledad. En uno de ellos, escucha una representación teatral o musical (o las dos cosas) por la radio, mientras marca el ritmo con las manos. El marido llega y, como está enojado, apaga la radio, sin desear ver esa otra cara de su mujer. Más adelante, cuando por fin se ha resuelto el embrollo provocado por el orgullo del hombre, la mujer, sola, sentada, en una esquina del pasillo, llora aliviada. La historia ha ido avanzando sin que ella acabe de decir casi nunca lo que piensa y lo que siente, y ahora la vemos sola exteriorizar unos sentimientos que quizás disimularía si estuviese acompañada. La vemos como nunca la verá nadie, ni su marido ni su hijas. 

¡Cuántas cosas hay que el hombre maduro, por jefe, por padre, por marido, quizás nunca pueda conocer sobre aquellos que le rodean! ¿Y no hay también, ahora que lo pienso, cosas que de sí mismo nunca podrá conocer, imágenes de sí mismo que los otros ven y él no? ¿Acaso no somos un poliedro cuyas múltiples caras nunca nadie, ni nosotros mismos, podrá ver por completo? Pero la película, optimista, apunta a que quizás, más allá de su final, el padre alcanzará a ver la ligereza de su hija y la hija alcanzará a ver la vulnerabilidad de su padre. Nunca conoceremos todo pero, por eso mismo, seguimos aprendiendo. 

(Higanbana, Yasujiro Ozu)

viernes, 8 de marzo de 2024

una vela


Me quedé pensando en la vela. Es hacia el final de la película. Es de noche. Se va la luz. La hija enciende una vela y la lleva a la habitación de la madre. La deja sobre la mesilla. Se sienta en la cama junto a la madre. Intuimos que van a hablar como hace años que no hablan, como quizás nunca hayan hablado. Lo van a hacer a la luz de la vela, pensamos. La luz temblorosa y débil de la vela va a hacer posibles la intimidad y las confesiones. Pero vuelve la electricidad. Vuelve la luz de la bombilla, esa luz que todo lo desnuda y que todo lo aleja. Esa luz que nos deja al descubierto y que, por eso mismo, nos impide la confesión. Ahí, bajo esa luz, sobre la cama, quedan la hija y la madre. Y, sobre la mesilla, la vela. Una vela encendida en una habitación a oscuras es el centro del mundo. Su llama es frágil pero esencial. Una vela encendida en una habitación que ilumina una bombilla no es nada. Es como un amuleto que ha perdido toda su magia. Es algo pequeño y que apenas se ve. Una vela así encendida, en medio de una habitación iluminada por una bombilla, debe de sentir una gran melancolía o un gran desencanto y pensar: así, con esta luz, comprendo que mi llamita y yo no somos gran cosa. Nadie la apaga, además. La hija no se acuerda de soplarla, ahora que ya no sirve para nada. Porque la hija y la madre, a pesar de la luz de la bombilla, a pesar de su desnudez, hablan como hace años que no han hablado. Ahí, a plena luz, sin que el misterio de la oscuridad las ayude, hablan. Quizás se trata de eso. Quizás esa conversación no podría haber sucedido con la magia de la luz de la vela. Porque no es una conversación encantada, no es, creo, una conversación para re-encantar el mundo. Es una conversación para seguir viviendo a la luz de las bombillas, para seguir viviendo y queriéndose no en la ocasión excepcional y poética de la luz de la vela, sino bajo la luz de la bombilla, cotidiana y prosaica, con palabras que brillan y bailan como una llamita de vela que no es el centro del mundo y que, aún así, persiste en arder. 

(Los pequeños amores, Celia Rico Clavellino)