martes, 30 de julio de 2024

la sorpresa del silencio

Ella, Tina (el personaje), Guadalupe G. Güemes (la actriz), está cerrando la puerta de un armario. Cuando la puerta se cierre, no oiremos nada. La secuencia es muda. Silenciosa. Esta es una película hecha con medios amateur, en la segunda mitad de los sesenta. Para un cineasta de esa época, el sonido es un problema. Dificultad del sonido directo o del sonido post-sincronizado. En esta película diría que hay varios tipos de sonido y, en general, al cineasta le toca elegir uno de ellos. No pueden coexistir. Hay momentos dialogados, en los que oímos las voces. Hay momentos en los que oímos sonido ambiente, por ejemplo sonido de calle. Hay momentos en los que oímos música. Y luego hay momentos en los que no oímos nada. Cuando el novio de Tina espera impaciente a un amigo en la calle, por ejemplo. Y esta secuencia cotidiana de Tina y su novio, tras pasar, intuimos, una noche juntos, levantándose, lavándose, vistiéndose, mientras la cámara los acompaña, libre e íntima. Se puede pensar, claro, que si no hay sonido es por falta de medios. Pero el caso es que, en ese silencio, hay una emoción. El cineasta elige, además, mostrarnos algunas acciones en las que, precisamente, se siente la ausencia del sonido, se siente el silencio, por ejemplo el momento en el que el novio de Tina utiliza un secador de pelo. Sea cual sea la razón, el silencio se oye, el silencio nos llega. Se nos ha olvidado, creo, que esto es una posibilidad del cine sonoro: la repentina ausencia total de sonido. El cine sonoro ha inventado el silencio, escribió Bresson, pero en Bresson ese silencio nunca es, creo, el cortar todo sonido. Aquí el silencio, en cierto modo, hace aún más íntima y cotidiana esa mañana, ese momento en el que Tina y su novio viven, comparten tiempo y espacio, yendo y viniendo, cada cual a lo suyo. Es como si fuese algo más, algo que no es del todo la historia que nos están contando, su parte legañosa. Aquella que normalmente queda fuera de la película, apareciendo aquí en estado bruto, como rescatada a última hora de los descartes de montaje. Aquella parte de la vida de una pareja que es simplemente estar en el mismo tiempo y espacio, mientras la historia no pasa. El efecto podría ser lo opuesto a aquellos momentos en la versión parcialmente sonorizada de Lonesome de Pal Fejos,  en los que los personajes, en una película muda, de pronto hablan, se hablan, como si el amor fuese eso, palabras frágiles que surgen en el silencio, que surgen como si se hablase por primera vez. Aquí, en Fin de un invierno, lo que emerge como si lo desconociésemos es el silencio. Como si el amor, pasadas esas primeras palabras, también fuese eso, esa parte casi inconsciente de la vida, esa parte que no se cuenta, que no se vive como si pudiese contarse. Y es extraño que, tras esta secuencia, en la siguiente, Tina y su novio se encuentren en la calle y se digan "hola", como si ese momento de silencio no contase. O como si hubiesen olvidado ese tiempo de silencio. Pero para nosotros, espectadores de la película, es como si tuviesen tres modos de estar juntos, aquel del silencio, aquel de la palabra y aquel de la música. ¿Y no es eso cierto? ¿No vivimos yendo y viniendo entre esos tres modos? ¿No nos hace la película sensibles a esos tres momentos? ¿No nos sorprende con aquello que, en el fondo, sólo el cine sonoro puede darnos, la sorpresa, terrenal e irreal, discreta y melancólica, del silencio puro? 

(Fin de un invierno, Paulino Viota)

viernes, 5 de julio de 2024

las florecillas de Antonio

Unas manos, unas florecillas, un refresco con pajita, el fondo claro de una barra de cafetería, y la luz sobre todo eso, la luz clara del día que se siente mejor al estar recortada por las sombras de la ventana. Este es uno de esos planos que así, aislados, no recuerdan la emoción que se siente al verlos en la película. Quizás emociona en relación al resto, por el contraste de su sencillez y claridad con la oscuridad que lo rodea. Es un plano aparentemente tan poca cosa como esas florecillas que ha cogido el chico. Pero unas florecillas que se ofrecen nunca son unas florecillas sin más, son un gesto en un mundo concreto, pueden decir más que mil rosas. Ese plano y esas florecillas cuentan todo un amor que intenta sobrevivir entre el asfalto y la violencia. Y lo cuentan, también, por su sencillez. 
Se podría pensar que en esta película de amor contrariado los enamorados están poco desarrollados pero, ¿cuál es realmente el lugar de ese amor contrariado en la película? ¿No es, más bien, una película sobre la violencia, sobre una violencia imparable, dura, sin esperanza, ciega hasta al amor más evidente? No una película sobre el amor rodeado por la violencia sino una película sobre la violencia en cuyo centro florece, frágil, un amor. Tony y Tye no necesitan desarrollo. Son la evidencia. La evidencia que nadie ve. Le evidencia condensada, clara, sin rodeos, como este plano con sus florecillas, que podría ser un plano de cine mudo, como toda la película podría ser, en realidad, una película de cine mudo, en sus momentos de oscuridad y en sus breves momentos luminosos. Entre los enamorados hay pocas palabras porque ya unas florecillas, un baile, el hecho improbable de que él encuentre el balcón de ella en la ciudad, una manera de tocarse en un lúgubre piso abandonado, lo cuentan todo. A la inocencia se llega por el camino más directo pero ese camino es difícil de encontrar, como es difícil fijarse en las florecillas entre el asfalto. Es un camino que hay que crear con los toques justos, es un arte de la condensación y de la velocidad, crear planos fugaces que, sin embargo, puedan contener en un instante la promesa de toda una vida, de todo un mundo diferente, más bello, más habitable. Momentos breves que sin embargo crean un vacío en el corazón de todos esos momentos más oscuros y violentos que los rodean, que hacen sentir la terrible nada que hay en la inacabable sucesión de provocaciones, venganzas y ajustes de cuentas. Todo eso pueden unas florecillas. Todo lo pueden, menos sobrevivir.  

(China Girl, Abel Ferrara)

la mirada ausente

Cuando uno dice que lee algo en una mirada, ¿dónde sucede eso que cree leer? ¿Es en los ojos (ahí, con los dos puntos blancos de luz) o es en otro lugar del rostro (la boca, los músculos, la inclinación)? De todas maneras, ¿se puede estar seguro de haber leído algo en una mirada? Las miradas hablan, sí, pero en un idioma que no podemos entender del todo, un idioma en el que siempre hay más de un sentido, un idioma que requeriría una infinita paciencia para descifrarlo, para desplegar sus posibilidades, si eso fuese posible, si las miradas no fuesen, por otra parte, algo tan cambiante, algo tan fugaz. 
Hay miradas, a veces, que parece perdidas hacia ninguna parte. Otras que parecen perdidas hacia dentro, un adentro que también es ninguna parte, un adentro que podemos imaginar como un paisaje desolado, como un lugar inmóvil. Nunca distingo bien una mirada perdida hacia afuera de una mirada perdida hacia adentro. Quizás no hay diferencia. Quizás lo que importa es que están perdidas, que ya no están en el ahí y ahora que las rodea, en lo cercano, sino que se han perdido en algo antiguo o eterno, algo que las sobrepasa. 
Abel Ferrara dijo, en alguna entrevista, que lo importante en el cine son lo ojos. En el teatro no ves los ojos. En el cine los ves y ahí es donde sucede lo que de veras importa. Se trata de ver los ojos. En los ojos están las conexiones, en los ojos están las emociones. Pero, diría yo, siempre hay, en las películas de Ferrara, momentos en los que esos ojos pierden la mirada, momentos en los que la mirada se vacía (ojos de vampiro de Christopher Walken, ojos doblemente mudos de Zoe Lund). ¿Es eso lo que busca? Las emociones, sí, el contacto, pero también ese momento en el que los ojos se vacían, ojos de un ya muerto, de un regresado de entre los muertos, que ha visto algo del otro lado (¿serán, de otra manera, como los ojos ciegos de los muertos vivientes de Fulci?). Con toda la agitación y la violencia de sus películas, quizás su centro esté ahí, en esas miradas vacías, en esa calma del centro del huracán (ese centro al que se llama "ojo"). 
En el centro de la fiesta 
está el vacío.
Pero en el centro del vacío 
hay otra fiesta.
Una fiesta a la que preferiríamos no estar invitados. 

(China Girl, Abel Ferrara. Y parte de un poema de Roberto Juarroz.)