miércoles, 25 de enero de 2017

lo que Marie no vio

Está un poco borroso pero se nota que es un plano bonito ¿no? Al fondo están el mar y el faro y aquí delante una niña y un niño con capas negras y él lleva en brazos una ovejilla negra, una ovejilla que quizás ha estado enferma y a la que ellos han cuidado lejos del rebaño al que ahora la traen de vuelta. Y la niña dice que la ovejilla los olvidará y el niño dice que no, que vendrán a verla, y la niña le pregunta a la ovejilla, a la que llaman Nénette, si la quiere, y Nénette, claro, no responde, las ovejas no dicen sí y no dicen no, y entonces la niña y el niño se van, se alejan de nuevo en la belleza dura de la costa bretona, de la costa de la isla de Ouessant.

Es una secuencia casi casi al principio de la película y es extraño volver a verla cuando uno ya sabe todo lo que va a pasar, cuando uno ya sabe qué historias se nos van a contar. Es extraño porque de pronto uno tiene la sensación de ver ahí, en esa secuencia que parece secundaria, como escondida, toda la película, una película sobre la vocación y la alegría de la medicina, como esos niños que curan a Nénette, una película sobre el trabajo y la vida y el trabajo de vivir hechos o no a dos, una película sobre el vivir o no en el recuerdo de los demás, sobre dar y ser olvidada, como veremos después en el personaje de la maestra.

Y quizás también la pregunta de por qué Nénette es la ovejilla amada por los niños entra todas esas ovejas, oveja negra como las capas negras de ellos, oveja enferma, oveja débil, como descubriremos después que lo es la niña. ¿Qué hace que el amor está ahí y no en otro lugar?

Pero en realidad cuando empecé a escribir no quería hablar de casi nada de todo esto, en realidad no recordaba hasta qué punto la secuencia podía verse como una réplica en miniatura de la película. No, yo de lo que quería hablar era de una secuencia que tiene lugar mucho más tarde, al cabo de una hora de película, una secuencia entre Marie, la médica cuya historia es el centro de la película, y los niños y Nénette.

Durante toda la película nosotros estamos, creo, con Marie, la queremos y la comprendemos, hasta cuando se echa un enamorado italiano con cara de acidez de estómago que lo que quiere es tener una mujer de él muy de él que se quede en su casa y le críe sus niños, la queremos y comprendemos aunque no entendamos muy bien qué le ve al tipo y tenemos miedo miedo de que ella sacrifique su oficio por él y al mismo tiempo podemos comprender lo bien que ella se siente en los brazos de él.

Y entonces llega una escena de entierro que no contaré y reaparecen los niños con Nénette, y Marie acusa a los niños de no tener corazón, y tiene razón desde su punto de vista, desde lo que ella ha visto, pero nosotros sabemos que no tiene de veras razón porque hemos visto cosas que ella no ha visto, hemos visto que lo que parece falta de corazón en los niños es más bien exceso de corazón, exceso de amor (y hasta eco indirecto de una de las enseñanzas de la mujer enterrada, los vivos nos necesitan más que los muertos, ya sean aquí un ser humano la muerta y una oveja la viva).

Nosotros no vemos el vestido desastrado de la niña como una desobediencia (aunque sepamos que su familia es pobre y que tampoco es nada un vestido desastrado) sino el esfuerzo y el riesgo que ha sido para ella intentar salvar a Nénette. Pero Marie no ve nada de eso, Marie no oyó, como nosotros, ese diálogo al principio, cuando devolvieron a Nénette a su rebaño, y Marie, ahora, es injusta y sentimos esa injusticia.

Y lo que quería decir es que quizás habría algo así como una liberación de los personajes, de aquellos a los que acompañamos y queremos, en darles el derecho a ser injustos, el derecho a no saberlo todo y a no entenderlo todo.

En Pattes blanches era algo que sucedía casi a cada rato, era quizás la razón de ser la película misma, poder ver en la mirada de un personaje al mismo tiempo la bondad y la maldad, el amor herido y el deseo de herir, yendo y viniendo los sentimientos, liberados los personajes de ser buenos o malos, liberados de ser imágenes, de quedar fijados en una forma de ser.

Aquí son apenas instantes, y por este error Marie va a estar además a punto de cometer errores que la herirán a ella misma, porque no ve en esa niña y en ese niño un ejemplo de lo mejor, de un amor a dos hacia afuera, hacia el mundo, sino al revés, una sequedad de corazón, pero quizás sea ese momento el que hace que para nosotros Marie sea definitivamente un personaje vivo y no una idea, quizás sea esa injusticia preparada por el guión y por la belleza de la escena inicial con el niño y la niña la que finalmente crea el sentimiento de vida libre del personaje, esa distancia en la que se aleja de nosotros y de pronto la vemos un poco de lejos y es entonces cuando realmente la vemos otra, la vemos ella.

(L'amour d'une femme, Jean Grémillon)

martes, 24 de enero de 2017

la llave de la número tres

Y así, pensando en los personajes de Grémillon que son como personajes hechos para vivir al fondo del plano, para vivir borrosos, y que de pronto vienen al primer término, con sus deseos, con sus miedos, el tiempo de alegrarse un poco, de sufrir otro poco, he recordado una canción que muchos han cantado, que cantó Edith Piaf, que cantó Gino Paoli, aquella de la camarera Edith, del camarero Gino, que trabaja en el bar de un hotel por horas y que ve llegar a una pareja linda, joven y feliz, una pareja que pide una habitación que resulta no ser para hacer el amor sino para morir juntos, una canción que podría ser como el monólogo interior de uno de esos personajes del fondo del plano de una de esas películas donde todo el mundo parece tener su vida, parece tener su historia, aunque no sea más historia que la de haber sido testigos de las historias de los otros, la de haber sido sensibles a las historias de los otros, la versión en italiano lo cuenta aún más lindo, no describe sentimientos como lo hace la versión francesa, se limita a la historia de los dos enamorados suicidas contada por el camarero y al final dice algo que es apenas una nueva costumbre, una nueva manía:
yo seré un cretino, 
pero quién sabe porqué 
no me sale darle a nadie
la llave de la número tres
Algo que podría ¿verdad? ser un plano de una película, un gesto que de pronto revela la profundidad de un personaje que creíamos plano, como si estuviese ahí simplemente para dar las llaves, para cambiar las sábanas y de pronto descubriésemos que hasta en ese simple gesto de dar una llave, de elegir una llave y no otra, pudiese haber toda una historia, pudiese haber una emoción o un dolor al que no se le puede acabar de poner nombre, que está vivo precisamente porque no se le puede acabar de poner nombre, apenas se puede contar que no, ese camarero ya nunca da la llave de la número tres.

sábado, 21 de enero de 2017

todos y cada uno



La mujer que está a la derecha, con la luz sobre el rostro, el pendiente que brilla, está intentando seducir al hombre que está a la izquierda, con su chaleco, su camisa a cuadros, su pantalón a cuadros, que no quiere, no, que le intenten seducir, que tiene miedo de ella, que tiene miedo de sí mismo, y todo esto lo ve la chica que está al fondo, borrosa, con su sombrero y su chal, vestida como para ir a misa, que no quiere que pase nada de lo que está pasando, que venía para estar a solas con el hombre, que venía para no sentirse borrosa, y, aunque no lo parezca por la imagen, nosotros, a estas alturas de la película, sentimos más o menos lo que siente ella, la chica del chal, no queremos que la otra mujer esté allí, no queremos que el hombre se deje seducir, y ya esto es asombroso, sentir lo que siente el personaje desenfocado, ver con la mirada dolorida de quien se va quedando borrosa.

Al poco rato, el hombre y la mujer ya se habrán alejado de la chica borrosa, el intento de seducción seguirá su curso, y ahora estaremos, un poco, de parte de él que resiste, hasta que de pronto la mujer diga una frase, respondiendo y como rimando con otra de él, no soy más que una pobre chiquilla de Saint-Brieuc y la amante, es cierto, de un tabernero de pueblo, pero hay en mí una costumbre que procuro conservar y es la de tener el valor de hacer lo que deseo, y cuando dice esa frase el ritmo de su voz cambia, la música tras ella también, y sus ojos brillan, y de pronto, en apenas un instante, estamos con ella, vemos la escena con ella.

En la escena siguiente estaremos con la borrada chica borrosa (que además es, no lo podéis ver, un poco jorobada) y en la siguiente yo diría que estamos casi con el tabernero de pueblo y que no hay en la mujer nada del brillo que había poco antes, y así es toda la película, así es Grémillon, como un malabarista capaz de mantener vivos y en el aire a todos sus personajes, capaz de comprender a todo el mundo, de sentir con todo el mundo, manteniendo en el aire a cinco personajes que viven cada uno la historia desde su propia soledad, desde sus propios miedos y deseos, cambiando en apenas una frase, en apenas un plano, del deseo de uno al deseo de otro, permitiendo que todos brillen y que todos asusten, con unas miradas que auguran que algo malo acabará por pasar, que el deseo o el miedo de alguno de ellos llegará a ser demasiado fuerte como para que esta historia no acabe mal, no acabe en muerte.

Hay algo muy emocionante en acompañar a cinco personajes sin que ninguno de ellos llegue a ser secundario, sin que dejemos de ver que cada uno siente lo que sucede desde sí mismo, viendo cómo coexisten decepciones y felicidades, cómo hay decepciones nacidas de felicidades ajenas y cómo los amores nunca acaban de volverse paralelos, nunca acaban de sincronizarse en una misma felicidad, en un mismo deseo.

(Y quizás cierta decepción que sentí en los minutos finales sea porque la película, de pronto, abandona sin más el destino de uno de esos personajes, el joven Maurice, no sé, de pronto el mundo se queda como pequeño y todo es bello pero no es ya el mismo vértigo, no se dan, como por ejemplo al final de Le ciel est à vous, todos los sentimientos, terror y alegría, soledad y amor, al mismo tiempo, en un mismo gesto.)

Y ahora recuerdo otra película de Grémillon, El 6 de junio al alba, un documental rodado en Normandía tras el desembarco, donde también se alcanzaba a ver un acontecimiento, el desembarco, desde puntos de vista que coexistían, donde se veía el mapa de la guerra y también se veían sus ruinas, su tierra revuelta, su tierra deshecha, sus supervivientes, se veía el mapa y la tierra que ese mapa representa, se veía el bombardeo desde el cielo y la tierra después del bombardeo, arriba y abajo, abstracto y concreto, lejos y cerca, y cada una de esas miradas tenía su tiempo, cada una de ellas tenía su comprensión, en el mapa se veía el avance en todo su detalle táctico, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, y cuando al final la marca blanca de los aliados se extendía como una rama, o como raíces, sobre el mapa de Francia, uno sentía algo de aire que le entraba en los pulmones, ese mapa no era nada más un mapa, esa abstracción no era nada más una abstracción, sabíamos que era algo más, lo sentíamos, se nos había dado el tiempo de ver de veras con esa mirada lejana del mapa, con esa mirada lejana de la táctica, antes de ver con la mirada cercana de la tierra, antes ver las ruinas, de oír las voces de los que habían sobrevivido bajo las bombas, de los que habían tenido valor allí en la tierra y también el silencio de los que habían muerto, de lo que quedaban apenas unas palabras en cruces de madera, como si para Grémillon lo que el cine puede fuese el hacer ver y sentir al mismo tiempo varias vidas, varios mundos que viven juntos en este.
(Pattes blanches, Jean Grémillon)